El exterminio de los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial se inspiró en el genocidio del pueblo armenio al promediar la Primera. Un llamativo paralelo entre las racionalizaciones del régimen nazi de Alemania y las de la dictadura argentina de 1976- 1983. Los apoyos eclesiásticos y empresariales con que contaron y los argumentos con que intentaron justificar sus crímenes.
El asesinato masivo de la población judía europea durante la Segunda Guerra Mundial se inspiró en el genocidio del pueblo armenio que comenzó al promediar la Primera Guerra Mundial. A su vez, la política concentracionaria y exterminadora del nazismo tuvo un reflejo sudamericano a partir de 1976, en lo que los militares argentinos consideraban la Tercera Guerra Mundial. El Holocausto se llevó a cabo mediante un encuadre jurídico y en forma gradual, lo que venció las resistencias y facilitó la subordinación de la sociedad y del aparato estatal, incluyendo las Fuerzas Armadas alemanas. El primer campo de concentración, Dachau, se inauguró en 1933, en cuanto Hitler fue electo, para alojar a cuadros de los partidos comunista y socialdemócrata. Luego vino la prohibición de los sindicatos y la creación del partido único. La persecución a los judíos, que a su vez recorrió distintas etapas, comenzó por la cultura y la economía, contra periodistas y banqueros, alcanzó luego a la universidad y a los profesionales de la medicina y el derecho. Más adelante se creó un registro de propiedades, se prohibió que los judíos practicaran el comercio y la agricultura. En momentos sucesivos se obligó a que antecedieran sus nombres con Sara o Israel, se les vedó usar armas, se expropiaron sus bienes, sus hijos fueron expulsados de las escuelas, se les privó de cualquier beneficio previsional. Después se decretó que no podían salir de noche, tener aparatos de radio, vivir en cualquier barrio, manejar vehículos, ir al cine, al teatro, los museos y las bibliotecas. Completaron el cuadro asfixiante la imposición de trabajos forzados, la requisa de joyas, oro y hasta cubiertos de plata, la rescisión de los contratos de alquiler, el uso obligatorio de una estrella amarilla y el confinamiento en ghettos, recién en 1939. Tampoco el ascenso de Hitler al poder absoluto fue instantáneo. Primero fue designado supremo magistrado judicial, luego censuró la prensa y el arte, consiguió que se unificaran los cargos de presidente y canciller, en una fase posterior fue designado máximo jefe militar y más tarde abolió la autonomía de los lander, los estados provinciales. El antecedente del genocidio del pueblo armenio, ejecutado entre 1915 y 1920 por el régimen nacionalista conocido como de los jóvenes turcos, y el estudio sobre las distintas etapas de la persecución a los judíos alemanes, provienen de la Historia de la solución final, escrita luego de diez años de trabajo por el juez federal Daniel Rafecas. Un millón y medio de armenios fueron conducidos a los desiertos de Siria y Anatolia para que allí murieran lejos de la mirada del mundo. Los armenios fueron sindicados como el enemigo interno a depurar y la guerra mundial fue la ocasión para exterminarlos, bajo guisa de deportación masiva.
Aunque el paralelismo con la dictadura argentina no es el objetivo del autor, el material que transcribe permite completar esa parábola impresionante. Como magistrado Rafecas realizó la instrucción más completa sobre crímenes de lesa humanidad, en la causa del Cuerpo I de Ejército. Con el mismo método trabajó como historiador a partir de la copiosa bibliografía internacional existente, que ordenó en forma cronológica para exponer la progresión del proyecto criminal. El Holocausto no fue un arrebato irracional, sino una expresión de la modernidad, la burocracia y la producción industrial, sostiene. Aunque se trata de un libro de historia, por fortuna escrito en buen castellano y no en jerigonza judicialés, no refleja el impacto de la derrota en la Primera Guerra Mundial y de las reparaciones impuestas por los vencedores, con las consecuencias devastadoras que nadie retrató con la profundidad de Georg Grosz y Otto Dix. En cambio, es detallista en la descripción de las sucesivas medidas que a lo largo de doce años condujeron a un resultado espantoso, imprescindibles para no minimizar en el presente señales que deberían encender a tiempo todas las luces de alarma.
Licencia para matar
En 1938 tuvo lugar la conferencia de Evian, donde los aliados se negaron a recibir a los refugiados judíos que por entonces Hitler quería expulsar de Alemania. Tampoco asistió a esa conferencia la Oganización Sionista. La explicación de esa llamativa ausencia consta en otro libro, del periodista israelí Tom Segev, El séptimo millón. La dirigencia que encabezaba David Ben Gurion sentía la emigración de judíos hacia otros países como una amenaza al Sionismo. Para impedirlo llegó a negociar con la sección de la Gestapo que dirigía Adolf Eichmann que los judíos que Hitler quería expulsar de Alemania sólo se dirigieran hacia Palestina. También la Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Brasil, Colombia, Panamá y Canadá rechazaron a los refugiados que llegaron en barcos a sus puertos, donde se les impidió desembarcar, recuerda Rafecas. Ese capítulo de la catástrofe forma parte de una de las primeras novelas que escribió mi padre, En esos años. De acuerdo con los académicos Philippe Burrin y Saul Friedlander, cuando Hitler hablaba de aniquilar a los judíos, en 1939, se refería a su existencia como comunidad y todavía no al asesinato masivo de los individuos que la componían. Es imposible no asociar estas disquisiciones con las que sucedieron en la Argentina acerca del significado del verbo aniquilar en los decretos firmados por Isabel Martínez e Italo Luder. En el juicio de 1985, la defensa de los ex Comandantes argumentó que habían cumplido con las órdenes de un gobierno constitucional, aunque no pudieran explicar en forma congruente por qué acataron sólo esa orden y desconocieron el resto de las disposiciones institucionales. Como testigo, Luder defraudó esas expectativas y dijo que la orden de “aniquilar el accionar de los elementos subversivos” se refería a privarlos de la voluntad de combate y no a matarlos. Este año, Videla terminó por reconocer que para continuar la represión no era necesaria la toma del poder, por lo que el golpe de 1976 fue un error político que les quitó legitimidad. Pero aún así, insiste en que Luder les había dado “licencia para matar”. La similitud entre algunos aspectos de los procesos alemán y argentino recorre asombrosos vericuetos. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, la colectividad alemana en la Argentina tuvo un órgano de expresión opuesto al nazismo, el diario Argentinisches Tageblatt, propiedad de la familia de Roberto y Juan Alemann. Sin embargo, cuando el terrorismo de Estado se incubaba en la Argentina, ese mismo diario publicó un editorial en el que sostenía que “el gobierno podría acelerar y facilitar ampliamente su victoria actuando contra las cabezas visibles, de ser posible al amparo de la noche y la niebla y calladamente, sin echar las campanas al vuelo. Si Firmenich, Quieto, Ortega Peña entre otros, desaparecieran de la superficie de la tierra, ello sería un golpe fortísimo para los terroristas”. Días antes había muerto Perón, días después fue asesinado Ortega Peña. Los hermanos Alemann fueron parte fundamental en los equipos económicos de la dictadura, Juan con Videla, Roberto con Galtieri. Forman parte de esa capa de la burguesía argentina que desde 1955 en adelante avaló las peores atrocidades con la imperturbable buena conciencia de quienes creen que la democracia es el gobierno de los democráticos. O como la caracterizó Walsh: “Las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos”.
De Madagascar a Siberia
El exterminio del pueblo judío recién comenzó a programarse cuando la resistencia británica a los devastadores bombardeos alemanes frustró el trasplante forzoso de todos los judíos a la gigantesca isla africana de Madagascar. En la etapa siguiente, iniciada con la invasión alemana a la Unión Soviética, Madagascar fue sustituida por Siberia. Las pugnas entre distintos sectores de la burocracia nazi por la conducción de la política antisemita, entre las SS, las oficinas de asuntos judíos de los ministerios del Interior, de Relaciones Exteriores y de Justicia, la Gestapo y los gobernadores de las naciones europeas ocupadas, evocan las disputas entre Videla y Massera durante la guerra sucia militar contra la sociedad argentina, el rol que el jefe de la Marina atribuyó a la ESMA como instrumento en su lucha por el poder político y el eje que conformó con los jefes de cuerpos de Ejército Luciano Menéndez y Carlos Suárez Mason. Al comienzo, Hitler se propuso “eliminar a la intelectualidad judeo-bolchevique”. Aplicaba a los judíos el mismo término con el que conduciría su campaña la dictadura argentina: la subversión. Massera era antisemita y en la conferencia que dio luego de recibir la distinción que le otorgó Bergoglio acusó a Marx, Einstein y Freud de todos los males de la sociedad contemporánea. Videla, Viola y Galtieri nunca se declararon antisemitas y no se proponían exterminar a los judíos sino a “los subversivos”, pero es bien conocido el plus de crueldad que padecieron los prisioneros judíos en los campos de concentración, en algunos de los cuales se utilizaron cruces svásticas, retratos y discursos de Hitler. Cuando las Naciones Unidas adoptaron en 1948 la Convención sobre la Prevención y la Represión del Crimen de Genocidio, lo definieron como “la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”. Stalin impidió que incluyera también a los grupos políticos, porque temía que pudiera aplicarse a su gobierno. Tuvo que pasar medio siglo para que el juez español Baltasar Garzón y la sala penal de la Audiencia Nacional de Madrid interpretaran en la causa por los crímenes de la dictadura argentina que la definición de “grupo nacional” comprendía a cualquier “grupo humano diferenciado, caracterizado por algo, integrado en una colectividad mayor”.