Un viajero escéptico llega a visitar la capital de Israel. Lo cautivó deambular por la Ciudad Vieja, tanto, que luego le fue difícil irse.
Como viajero voy casi a cualquier parte en cualquier momento. ¿Pasear a caballo por las montañas de Kirguistán? ¿Por qué no? ¿Pasar la noche en una ciudad fronteriza de Birmania? ¡Seguro! De hecho, de todos los aproximadamente 200 países del mundo, solo hubo uno - además de Afganistán e Irak (que mi esposa considera demasiado peligrosos)- en el cual no tenía ningún interés en visitar: Israel.
Ello sorprendió a amigos y molestó ligeramente a mis padres, quienes lo visitaron con mucho gusto. Como judío, en especial uno que viaja constantemente, se esperaba que al menos tuviera bajo mi radar al Estado judío, aunque no fuera porque planeara un peregrinaje en el futuro muy cercano. "¡Hay comida increíble en Tel Aviv!", decían.
Sin embargo, para mí, un judío profundamente laico, Israel se ha sentido siempre menos como un país que como una carga dudosamente política. Luego, el otoño pasado, mi amigo Theodore Ross -el autor del libro próximo a salir a la venta, Am I a Jew (¿Soy judío?)- me sugirió que fuera a Jerusalén. Y, de pronto, reservé un vuelo. Pasaría seis días en el lugar más sagrado del planeta, y, rodeado de los muros de piedra de 500 años de antigüedad de la Ciudad Vieja y legiones de cristianos, judíos y musulmanes. Sería el solitario no creyente.
No obstante, la propia Ciudad Vieja resultó ser, al menos en términos geográficos y arquitectónicos, el tipo exacto de lugar en el que me siento a gusto. Dentro de esos muros de 12 metros de altura estaba el laberinto compacto que había esperado. Fue un placer visceral dominar sus senderos, moverse por las calles cubiertas y atestadas del mercado, pasando por la tienda de "kebabs" de corderos asados al carbón (¿el nombre? "Tienda de Kebabs", dijo su chef) y luego subir la escalera, que se puede pasar con facilidad, en la calle Habad, hacia los techos vacíos por arriba del mercado mismo, donde apenas se filtra el ruido del comercio.
Me encantó sentir las piedras desgastadas resbalar bajo mis zapatos y el olor astringente de las hierbas al pasar junto a mujeres palestinas que vendían manojos de salvia cerca de la Puerta de Damasco.
La frontera entre lo moderno y lo medieval era poco firme aquí. Había cibercafés colocados en recovecos cavernosos; se vendían carneros, leones y burros (en realidad, Burro de "Shrek") de peluche en puestos del mercado; soldados israelíes merodeaban con ametralladoras dentro de las antiguas puertas fortificadas.
E igual de fluidas -para mí, aunque no para los habitantes-, eran las líneas entre los barrios. Daba vuelta en una esquina y, de pronto, me encontraba en la nueva construcción del Barrio Judío, donde placas informativas detallan la historia de sinagogas reconstruidas. Otra esquina, y terminaba en el Barrio Armenio, demasiado tranquilo, donde, se dice, los patios cerrados contienen redes de calles secretas a las que nunca penetraría.
La Ciudad Vieja sí presentó un problema: no podía salir. No es que no pudiera encontrar el camino, sino que seguía distrayéndome, y felizmente. Había venido a este lugar para deambular por sus calles serpenteantes sin el beneficio de un mapa o una guía turística para permitirme saber dónde estaba, y cada descubrimiento de un punto de referencia de fama mundial hacía que me parara en seco. ¿La iglesia del Santo Sepulcro? Dios santo, estaba justo ahí, a unos cuantos pasos de la Tienda de Kebab, un emblema vasto y severo de la cristiandad.
Cerca, se encontraba la iglesia luterana del Redentor, ahora mi iglesia favorita en todo el mundo. Construida en el mero final del siglo XIX, es imposiblemente elegante y sobria, con arcos de piedra gris pálido, casi sin ornamentación aparte de las ventanas pequeñas, terminadas en punta y vitrales de colores brillantes.
"Todos los idiomas están bajo la luz de Dios", dijo Rafiq, el anciano que me recibió. Traducción: aún si no entendía las palabras, me llegaría su significado.
La transición de la Ciudad Vieja a la nueva fue asombrosa. Al salir por una de las puertas del siglo XVI, donde aún se controla el acceso -la turística de Jaffa, la transitada de Damasco, la histórica de Sion, por donde entraron los soldados israelíes en 1967-, salté hacia adelante, a un mundo distintivamente moderno, de pasos peatonales y semáforos, edificios del siglo XIX y macizas torres de departamentos, parques verdes y oficinas municipales, sitios de "falafel", tiendas de teléfonos celulares y un sistema nuevito de tren ligero.
Aquí predominaba la sociedad laica, aunque muchos universitarios usaban kipá y las chicas, faldas largas, aunque a la moda de vanguardia. En medio de los salones de yogurt congelado y "focaccerisas", bajo el sol brillante, con señalizaciones en hebreo por todas partes, Jerusalén se podía sentir como una ciudad olvidada de California, poblada por judíos.
Sin embargo, a medida que paseaba, pude sentir que esa imagen era, en muchas formas, una fachada. No estaba en California. Los bajos edificios beige del Este árabe de Jerusalén cubrían las colinas a poca distancia, y en los días claros podía ver el muro sinuoso y ominoso que separa a Israel de Cisjordania. Más cerca, otras diferencias se hicieron patentes.
En ocasiones, a sólo una manzana de la calle Jaffa -uno de los primeros barrios construidos justo afuera de la Ciudad Vieja en el siglo XIX, ahora un centro de vida nocturna y para comer-, las calles se volvieron, repentinamente, ortodoxas, con prácticamente ninguna cabeza sin cubrir a la vista.
La mayoría del tiempo que pasé en la ciudad nueva, y, en especial, alrededor de la calle Jaffa, lo dediqué a una cosa: a comer bien (en parte porque la Ciudad Vieja, siempre turística, cierra al oscurecer).
En sabbat, cuando cierra la mayoría de los restaurantes, encontré al Barood, el acogedor vecino del Adom, todavía abierto y lleno, excepto por un solo lugar en el bar. Me acerqué, ordené un excelente platillo palestino "volteado" de arroz y pollo, e interrogué a la cantinera, Shelly, sobre bares locales.
Así encontré el Sira, cuyo interior oscuro, de roca rugosa y banda musical de Radiohead y Devendra Banhart, evocaba recuerdos de lugares parecidos en Berlín, Budapest y mi hogar, Brooklyn.
Sira se convirtió instantáneamente en mi destino favorito para las noches. Podía (y lo hice) sentarme por horas a hablar con el cantinero, Yonaton, recién salido del ejército tras cinco años, y listo para la universidad, y con Michael, un fotógrafo, experto en tecnología y Hannah, un inmigrante canadiense con quien hablé de nuestros complejos sentimientos sobre el judaísmo mientras bebíamos bastantes cervezas lager Goldstar, tantas que no recuerdo con precisión cuáles eran esos sentimientos.
En la ciudad que nunca pensé que visitaría, había encontrado un lugar del que no quería irme. *The New York Times
LO QUE HAY QUE VER EN UN DÍA
Si el tiempo que tiene no le permite estar en la ciudad más de un día, este puede ser un recorrido a tener en cuenta.
Como primer punto puede visitar el Monte de los Olivos, sitio donde tendrá una vista panorámica de la antigua y nueva Jerusalén.
Luego ingrese a la Ciudad Vieja a través de la puerta de Jaffa.
Continúe hacia el Muro de los Lamentos y luego hacia el barrio cristiano. Allí tendrá la oportunidad de estar en la Vía Dolorosa y en la Iglesia del Santo Sepulcro.
Desde ese sitio prosiga a la ciudad nueva: vaya al Parlamento y al Museo y Memorial del Holocausto, Yad Vashem.