sábado, 18 de agosto de 2012

Los judíos errantes, antes odiados, luego temidos, hoy envidiados




Los judíos, expulsados de toda Europa y también de España, han pasado en un siglo de ser despreciados y odiados a ser admirados y copiados.







En los últimos siglos de la Edad Media los campos estaban bastante claros en Europa: los judíos, una comunidad religiosa que rechazaba el cristianismo desde la Encarnación, no estaban integrados en la sociedad. Los distintos reinos sólo los toleraban como un mal temporal, pero todos ellos fueron expulsándolos –siendo España el último de ellos- y quedando sólo comunidades aisladas además de los más o menos tolerados en el mundo musulmán y los temporalmente aceptados en algunos reinos del Este de Europa.

Conviene entender que justamente de entonces, de esa clara separación y de la orientalización por distintas vías tanto de sefardíes como de asquenazíes, surge la imagen moderna del judío cerrado en sus costumbres –religiosas o sólo etnográficas, habrá que ver-, pérfido por anticristiano, diferente de todo punto y dedicado a oficios que o exacerbaban la diferencia o –como la usura y los negocios- multiplicaban a la vez el poder de algunas elites y el odio de grandes masas populares. El judío, con una identidad definida pero sin tierra ni patria, asocia su identidad a sus creencias, pero también a sus tradiciones, y al mismo odio recibido.

Y finalmente han venido las ideologías modernas, que han hecho de los judíos, más que una religión, el sujeto pasivo de otros nacionalismos y el activo del suyo mismo, el sionismo. Si es complejo entender qué han sido en el pasado los judíos, aún más lo es hoy, al menos si se busca más la verdad que el mito, como parece necesario para que los judíos –sean lo que sean- convivan bien en las sociedades europeas y, sobre todo, no sigan siendo protagonistas de un inmenso malentendido como el que se vive en el Levante.

España, la nación de Occidente que más los ha protegido (curiosamente)

Luis Suárez Fernández, La expulsión de los judíos. Un problema europeo. Prólogo, epílogo y notas del autor. Ariel, Barcelona, 2012. 488 pp. Libro electrónico 14,99 €. 21,90 €.

Durante mucho tiempo, desde la leyenda negra franco-protestante a la memoria histórica de José Luis Rodríguez Zapatero pasando por el antifranquismo militante, España ha sido tenida en Occidente y entre algunos de los mismos judíos, e incluso dentro de su propia memoria nacional, como un país intrínseca y especialmente hostil a los judíos. La expulsión del 31 de marzo de 1492 sería así la plasmación por los Reyes Católicos, extendida después a Navarra y Portugal, de una enemistad característica, sostenida a lo largo de los siglos por la Inquisición y liquidada sólo por la actual democracia.

Y sin embargo, sin entrar en ninguna investigación sino desde el simple sentido común, muchas cosas no cuadran bien en esa explicación de los hechos. Lo que don Luis Suárez hace, aplicando al caso de los judíos españoles más su sabiduría como medievalista que su afición a Israel (siendo ambas indudables), es demostrar que España fue, en todo caso, el país europeo que más tarde, menos, con menos crueldad y más caridad, persiguió a los judíos. Y que, además, lo hizo desde una cosmovisión cristiana que era la de aquel tiempo y aquel lugar. Nada que quepa juzgar aplicando ni ideologías ni experiencias de los siglos posteriores.

La cuestión más original para el lector laico es la sencillez con la que el profesor Suárez explica la compleja maraña de disputas teológicas, no sólo entre cristianos y judíos desde la Encarnación, sino entre distintas escuelas de pensamiento y de devoción a un lado y otro de la frontera que marca Belén. Que los judíos religiosos acusen a los cristianos de blasfemos no es de extrañar, ya que adoramos un Mesías que según ellos sólo vendrá al fin de los tiempos; y del mismo modo es normal que en la tradición europea se acuse de perfidia a los judíos, porque su conocimiento de la Biblia hace imposible que no sepan que Jesucristo es el que ellos dicen esperar, y por tanto sólo por orgullo u obstinación se niegan a aceptar la verdadera divinidad del Hijo de María.

Aparte la teología, y la imposible libertad religiosa en sociedad conscientes de poseer la Verdad y de organizarse en torno a ella, también las ideas explican por qué muchos oficios son tradicionalmente vedados a los judíos y por qué en cambio otros, considerados indignos o directamente pecaminosos, se abren a los judíos. De ahí la relación entre las elites judías y la usura, y de ahí también una dosis adicional de poder y de odios. En España en general y en Castilla en particular se mantuvo mucho tiempo la tolerancia, pero las leyes fueron vedando progresivamente espacios a los judíos, pese a la importancia financiera y política de éstos, y cada vez más los pensadores políticos creyeron que la única salida razonable para lo que veían como un problema y el pueblo como un objeto de odio más religioso que social o político era la conversión o la separación.

Salvo en movimientos populares ocasionales, no se plantea la destrucción física de las comunidades judías, sino su separación de las cristianas y hacer la tolerancia una concesión temporal e incómoda, anticipo de una decisión que no ignoraba nadie: todos los súbditos de los reyes habían de ser cristianos o abandonar España. Don Luis, buen conocedor del pensamiento judío, explica que los rabinos y líderes judíos habrían tenido, de presentárseles la oportunidad, la misma o parecida actitud hacia los judíos. De hecho, la tan denostada Inquisición fue en más de una ocasión solicitada por las mismas comunidades de judíos y más aún de conversos, ya que sólo podía actuar contra cristianos y tenía que hacerlo con garantías jurídicas que otros tribunales, y mucho menos las ciudades y sus burgueses, no daban. España, que era una de las cinco naciones de la Cristiandad occidental, hizo lo que el resto de países ya habían hecho, lo hizo más tarde y lo ejecutó con más garantías. Si se sospechó de falsas conversiones fue porque las hubo, pero fueron muchos los absueltos y se trató siempre de un problema religioso, porque religiosa era la naturaleza del judaísmo español y de la reacción de la Corona ante el problema planteado. Bien o mal, así fueron las cosas.

Muchos judíos, en muchos lugares, antes y después de un abismo

Albert Londres, El judío errante ya ha llegado. Nota de la redacción de Le Petit Parisien. Traducción y notas de Jorge Cabezas. Melusina, Barcelona, 2012. 272 pp. 9,50 €.

Si la reforma protestante trajo nuevas formas de persecución contra el judaísmo, el liberalismo trajo progresivamente distintas formas de libertad, y de odio, contra las comunidades judías de Europa. Lo que el periodista francés Albert Londres hizo en 1929 fue un viaje a través de todas las comunidades judías de Europa, o mejor dicho a lo largo y ancho de las muy diferentes y hasta divergentes sensibilidades del judaísmo europeo. La tentación es dar importancia a este texto por la fecha en que fue escrito, entre las dos guerras mundiales e inmediatamente antes del cambio traumático que la guerra de 1939 supuso para los judíos al Este del Atlántico.

Sin embargo, aunque efectivamente la fecha del retrato que Londres da del judaísmo lo hace muy significativo, aún lo es más por su contenido. En la época moderna tendemos a pensar en el judaísmo –al menos cuando lo pensamos desde la modernidad- como en un todo uniforme, por confuso que nos parezca. Y no es así. En distintas proporciones y versiones ser judío implica lenguas, costumbres, visiones del mundo, ideologías, orígenes, clases, razas ¡y también percepciones religiosas! Muy diferentes y variadas, distribuidas de modo también diferente en los distintos lugares. Por eso, en un momento en que coincidía el crecimiento mundial del sionismo con su proyecto de Hogar Nacional en Palestina con el surgimiento de líderes políticos y culturales judíos en distintos lugares y con la aparición, reactiva, de nuevos antijudaísmos, Londres viaja de París al Reino Unido, de allí a la Europa Central germánica y después a la Europa centrooriental de los nuevos Estados, para llegar finalmente a Tel Aviv. Y lo que descubre es que el judaísmo es muchas cosas, realidades distintas y en marcha, y realidades además conectadas entre sí pero no por eso siempre aliadas. Un retrato de época que, considerando la historia posterior, no se puede volver a hacer pero ayuda a entender aquélla.

Para uno de los interlocutores judíos de Londres, en Varsovia, "realmente, estamos divididos en cuatro: 1º Los judíos de donde usted proviene: los asimilados. 2º Los judíos de aquí: los encarcelados. 3º Los judíos de Palestina: los iluminados. 4º Los judíos como yo"… "En resumen, ¿qué desea usted, Ben? Si el sionismo tiene futuro, no deje de escribírmelo desde Jerusalén. Iré allí. Y, judío como soy, viviré como un judío. Si no, piense en mí cuando regrese a París". Los judíos occidentalizados, en un gran porcentaje con una religión poco vivida o abandonada tanto como sus costumbres, representarían la población cómodamente establecida en sus países, dispuesta quizá a sentirse judía pero no a emigrar a Israel; los sionistas, idealistas de su nuevo Estado, nacionalistas de una nación por construir, no dejan de ser una minoría entre los asimilados cuya única posibilidad de éxito estaría en movilizar a una gran parte de los "encarcelados" orientales, marginados por los nuevos nacionalismos. Quedan al margen de esa combinación los judíos confortablemente instalados en el ghetto o dispuestos a abandonarlo para asimilarse, no para colonizar desiertos. Al margen del viaje de Londres quedan las grandes comunidades norteamericanas, integradas aunque variadas en sí y en parte dispuestas a apoyar el sionismo sin participar en él, y las comunidades en territorio soviético, empobrecidas quizá pero en aquel momento con un poder nunca visto.

Quizá nada sintiesen tanto los judíos de 1940 como la vinculación de muchos de los suyos con el comunismo; será inútil preguntarse si fue antes el huevo o la gallina, pero lo cierto es que el odio vivido en común hizo sufrir a los judíos pero también los hizo sentir un único y verdadero pueblo. Con lo cual el verdadero beneficiario fue Israel. Melusina nos ofrece la posibilidad de leer qué y cómo se sentían los judíos de 1929, y de hacerlo con una sonrisa, porque el autor la consigue con facilidad recorriendo un mundo y sus complejos submundos.

¿Una religión, una raza, una nación… o una invención?

Shlomo Sand, La invención del pueblo judío. Prefacio del autor. Traducción de José María Amoroto Salido. Akal, Madrid, 2011. 352 pp. 28,50 €.

Toda comunidad necesita, para existir, crecer y sobrevivir, una narración de su propia historia e identidad que contar a propios y ajenos. No es ni escándalo ni novedad; eso sí, las ideologías del que llamamos "nuevo régimen" necesitan más que ninguna antes una identificación perfecta entre ese mito identitario y la comunidad. Dentro de tales ideologías, ninguna tanto como los nacionalismos, y dentro de éstos ninguno como los más jóvenes. No es ni extraño ni criticable que Israel tuviese que crear su propio mito nacional, sobre todo si nunca hasta el sionismo, en todo caso no desde remotos tiempos bíblicos y con la excepción cuidadosamente obviada de los jázaros, había existido un sujeto político judío.

Shlomo Sand, judío y académico él mismo, no escribe desde el proyecto sionista sino con los pies firmemente puestos en su resultado, el Israel del siglo XXI. El resultado de su investigación en los fundamentos objetivos de la identidad judía es sin duda polémico pero no está hecho con la intención de desacreditarlo sino de distinguir qué es realidad y qué fue sólo mito. En un libro denso y con la adecuada proporción de accesibilidad y hasta de humor, Sand explica qué elementos de la identidad judía son lo que dicen ser y qué otros son un resultado de las necesidades ideológicas de los siglos XIX y XX. En definitiva,no había una comunidad nacional judía, ni una lengua, ni una cultura, ni una raza, sino un proyecto –o mejor dicho uno entre varios. Y si era legítimo crear el mito y es hoy legítimo creer en él, no lo es imponerlo y menos aún negar a partir de él las realidades del pasado y del presente.

Aún hoy Israel es un Estado judío y para judíos, judíos de un judaísmo absolutamente peculiar definido de un modo que hace unos siglos habría sido considerado impensable. Que esto sea así impone límites a la libertad de los judíos, dentro y fuera de Israel, y de quienes conviven con ellos. Quizá Sand no sea un judío sionista apasionado, ni es un judío religioso ortodoxo; y quizá su opinión pueda ser discutida por quien se sienta judío. Pero no cabe prescindir de la información de ordena y da en este libro que, una vez más, Akal nos ofrece.

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