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La asombrosa historia de un grupo de sobrevivientes del Holocausto que se refugiaron en una de las cavernas más grandes del mundo.por Peter Lane Taylor
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Cuando llegó el verano de 1943, la Segunda Guerra Mundial hacía estragos en toda Europa más ferozmente que nunca. Los guetos restantes de Polonia eran liquidados y la resistencia judía aplastada. Al mismo tiempo, los Stermer y sus vecinos vivían en un estado de cuasi-hibernación bajo los campos de Ucrania. La combinación de la alta humedad de la cueva y la humedad de la propia respiración mantenía sus desgastadas ropas constantemente mojadas; incluso la brisa más leve podía inducir hipotermia. Dormían hasta 22 horas por día, yaciendo lado a lado sobre sus camas de tablas y levantándose solamente para comer, para ir al baño, o para atender otros asuntos relacionados a la supervivencia.
La combinación de estrés con absoluta privación sensorial que los judíos aguantaron casi no tiene paralelo.
El experto en supervivencia doctor Kenneth Kamler, autor de Surviving the Extremes, cree que la combinación de estrés con absoluta privación sensorial que los judíos aguantaron casi no tiene paralelo. “Su experiencia fue análoga a un viaje espacial de larga duración. No tenían un ritmo de día y noche, y por la falta de luz, dormían por largos períodos de tiempo, pero nunca se podían relajar”.
Durante sus horas despiertos, los Stermer trabajaban en mejorar su hogar, cavando escaleras y fosos para caminar más fácilmente. Limitaron el uso de velas y linternas a dos o tres breves períodos por día, a menudo trabajando en absoluta oscuridad. La familia obedecía a una cadena de comando que comenzaba con Ester y se extendía hacia abajo a través de sus hijos mayores con precisión militar. En el relato de la larga reclusión de su barco en el hielo del Océano Antártico, el explorador Ernest Shackleton señaló la importancia de mantener rutinas normales y de apegarse a un estricto código de responsabilidades. La biografía de Ester revela una actitud similar en relación a la disciplina. “Dentro de nuestra cueva, cada uno de nosotros tenía sus tareas asignadas”, escribe. “Cocinábamos, lavábamos, hacíamos los arreglos necesarios. La limpieza era de máxima importancia. Nuestra vida en la gruta continuó con su propia normalidad”.
Sin embargo, a principios de julio la creciente confianza de los sobrevivientes fue hecha añicos por el sonido de uno de los hombres Dodyk gritando.
“¡La entrada a la cueva está bloqueada!” gritó. “¡Moriremos de hambre!”.
Los otros hombres saltaron de sus camas y gatearon rápidamente hasta la entrada, descubriendo un muro de tierra y grandes rocas que los atrapaban adentro. Desde abajo era imposible saber si algunos de los hombres habían sido vistos en los bosques, o si la patrulla de la Gestapo había seguido sus rastros hasta la entrada. En lugar de invadir la entrada, quienquiera que haya sido, simplemente los había encerrado ahí adentro.
Los hombres encontraron una angosta rajadura entre dos rocas muy cerca de la entrada bloqueada y comenzaron a cavar frenéticamente para llegar al exterior. Durante las tres noches siguientes cavaron hacia arriba. En el cuarto día, haciendo palanca, Nissel arrancó una gran roca desde la parte superior del hueco y sintió el viento entrar desde afuera, trayendo consigo el cálido y fuerte aroma de una tempestad pasajera.
Un grupo de aldeanos ucranianos había bloqueado la entrada a la cueva.
Los sobrevivientes se enteraron más tarde que un grupo de aldeanos ucranianos había trabajado con picos y palas hasta que llenaron el barranco y bloquearon la entrada a la cueva. “Algunos de los ucranianos nos ayudaron a sobrevivir”, dijo Shulim con simpleza. “Pero algunos de ellos eran muy malos”.
Ya con su refugio no siendo un secreto, los judíos hacían guardias con hoces y hachas al fondo de la entrada y estaban constantemente pendientes del sonido de voces extrañas. Era imposible saber si los nazis o la policía local estaban planeando acechar la cueva o si habían dado a sus habitantes por muertos.
Nissel y Shulim se aventuraron aún más adentro en los laberintos de la cueva, buscando desesperadamente una abertura para comenzar a cavar una salida secreta. A estas alturas, los dos hermanos mayores ya estaban finamente adaptados al estado de privación sensorial bajo tierra. Ellos podían caminar por horas sin seguir el rastro de sus pasos, reconociendo cada pasadizo simplemente con el tacto. Les llevó dos semanas encontrar un lugar adecuado, y unas cuantas semanas más para cavar a través de las capas de roca, grava y arcilla. Sin embargo, cuando llegaron a la marca de 15 metros, el hueco comenzó a colapsar, bañando a los hombres con roca y escombros. Después de dos derrumbamientos serios, renunciaron para siempre.
A pesar de estar exhaustos por su esfuerzo fallido, los judíos ya no podían postergar el reabastecimiento de sus provisiones para otro largo invierno. Las planicies de Ucrania producen una abundancia inimaginable todo setiembre y octubre. Pero el riesgo de ser capturados nunca había sido mayor. La falta de comida durante el verano había debilitado a los hombres, y durante la cosecha los campos cercanos estaban abarrotados de granjeros y merodeados por las patrullas nazis.
“En el otoño los granjeros cosechaban papas y hacían grandes pilas”, dijo Shulim. “Doce de nosotros salimos con sacos y transportamos papas toda la noche. Llegábamos a una pila y decíamos: ‘Buenas noches. ¿Hay alguien aquí?’ Y si nadie respondía, nos poníamos a trabajar”. Los hombres recolectaron suficientes papas para subsistir durante todo el invierno y las acarrearon hasta la Gruta del Sacerdote, en donde los niños más jóvenes y las mujeres estaban esperando para arrastrarlas hasta el Katki.
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El diez de noviembre de 1943, el hombre más viejo de los Stermer fue a lo de su amigo, Simen Sawkie, quien al igual que Munko Lubudzin les vendió comida y combustible fielmente durante la guerra. Sawkie les vendió 130 kilos de granos necesitados desesperadamente y los ayudó a transportarlos hasta los bosques en su carro. Nissel se había aventurado hasta la entrada de la cueva, en donde su hermano más joven, Shelomó, estaba esperando para asegurarse que estuviera todo libre de obstáculos. Rápidamente los hombres acarrearon los pesados sacos hasta la cueva.
Sin que ellos supieran, la policía ucraniana los había observado acercarse y estaban preparándose para una emboscada. Cuando Nissel y Shulim llegaron al borde del hueco, se metieron por la entrada y, con la ayuda de Shelomó, comenzaron a arrastrar los sacos hacia la cueva desde abajo. “Pero uno de los sacos se atascó”, dijo Shulim de repente, empujando con su hombro en contra de un obstáculo imaginario delante de él. “Y la entrada estaba bloqueada. Nadie podía ni entrar ni salir”.
Luego los hombres escucharon pisadas sobre ellos. “Estamos todos aquí”, se dijeron a ellos mismos. “Entonces, ¿quién está afuera?”.
Hubo un aluvión de balas en la angosta abertura de la cueva.
Lo siguiente que recuerdan Shulim y Shelomó fue que escucharon un aluvión de balas en la angosta abertura de la cueva. Los hombres se refugiaron detrás de las grandes rocas que los campesinos habían utilizado para bloquear la entrada. Además del saco atascado bloqueando la entrada, los hombres estaban indefensos ante un ataque a gran escala.
Pero después de la rueda inicial de disparos, los sobrevivientes no volvieron a escuchar otro tiro. Los campesinos locales que se reunieron alrededor de la gruta después del ataque le dijeron a la policía ucraniana que los judíos estaban armados y que tenían salidas secretas por todo el lugar, información que ellos creían que era verdadera. Asustados de lo que les podía esperar en el fondo del pozo, los oficiales no intentaron entrar sino que en cambio hicieron una redada en el campo buscando otra entrada. No encontraron nada.
“Si un saco no se hubiese atascado, no estaríamos aquí”, dijo Shulim finalmente. “Fue uno de muchos milagros”.
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Cuando comenzaron a caer las primeras nieves en el oeste de Ucrania, el hueco se cubrió, sin dejar rastros de la entrada. Bajo tierra, con suficiente comida y combustible para más de dos meses, los hombres movieron una roca inmensa en frente de la entrada del hueco y levantaron barricadas con maderas.
Después de siete meses bajo tierra, la lucha por la supervivencia de los judíos se estaba convirtiendo en una guerra en contra del agotamiento físico y mental. Su magra dieta de granos y sopa carecía de proteínas, calcio y vitaminas cruciales, dejándolos vulnerables a ictericia y a escorbuto. “Recuerdo que estaba siempre hambrienta”, dijo la nieta de los Stermer, Pepkale. “Sabía que no debíamos pedir más, pero siempre le decía a mi madre: ‘¿No podría comer un poco más de pan?’. Pero esa era la ración para el día”. Muchos de los sobrevivientes disminuyeron eventualmente dos tercios de su peso normal.
No obstante, rodeados por familia, los Stermer pudieron sacar más que simplemente coraje físico y resistencia para mantenerse vivos. “Sabíamos que nuestra familia siempre sería leal entre sí”, dijo Pepkale. “Incluso cuando las cosas no podían estar peor, siempre podías mirar y ver a tu hermana, a tu madre, y al resto de tu familia. Nos ayudaba recordar por lo que estábamos luchando”.
El experto en supervivencia Kalmer sugiere que la perspectiva de Pepkale es más que un sentimiento. “Lo que todas las historias de supervivencia tienen en común es la creencia en algo más grande que uno mismo”, dice. “Para los judíos escondidos en la cueva, fue su necesidad de salvar a sus familias. No hay duda de que la familia fue el factor principal en su supervivencia”.
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Con sólo unas pocas horas restantes hasta el encuentro con nuestro equipo de apoyo en la superficie, Sergey aparece en la entrada. Durante una búsqueda de dos horas, él redescubrió una cámara a unos 800 metros del Katki que tiene un grafiti escrito en las paredes. Chris, Sasha y yo llegamos al cuarto unos pocos minutos después y encontramos a Sergey arrodillado bajo una gran grieta entre dos capas de roca. Gira su cara hacia arriba, enviando un rayo de tenue luz naranja hasta el techo, en donde hay al menos diez inscripciones diferentes garabateadas en la piedra.
Las primeras palabras que vemos Chris y yo están escritas en ucraniano, algunas tan recientemente como en el año 2000. Las otras son los nombres de exploradores locales de cuevas que exploraron esta región de la cueva hace unos 40 años. Cuando Chris vio por primera vez esta cámara en uno de sus viajes anteriores, guiado por el legendario explorador de cuevas ucraniano Valery Rogozhnikov, esos nombres eran solamente un grafiti. Ahora él ve algo diferente. “Mi Dios”, lo escucho suspirar.
Directamente sobre él, escritas con carbón en el techo, están las palabras “Stermer”, “Dodyk”, “K. Kurz”, “Solomon”, y “Wekseblad” - un nombre que nos enteramos después fue adaptado al inglés como “Wexler”. Cincuenta centímetros más abajo en el techo está la fecha “1943”.
Lo especial sobre las cuevas, en comparación con otros ambientes, es la forma en la que la historia sobrevive bajo el suelo, casi como en un vacío. En la superficie, los edificios se deterioran, los recuerdos se desvanecen, el pasado se pierde gradualmente. Pero sobre nuestras cabezas están los cinco nombres tan marcados como lo estaban en el día en que fueron escritos: sólo una débil incrustación de pequeños cristales de yeso –que crecen continuamente en las paredes de la cueva— delata la intervención de seis décadas. Chris contempla los nombres por largo rato. Después de diez años de buscar a los sobrevivientes, de meses de entrevistas, y de tres días de reconstrucción de los detalles más pequeños de sus vidas aquí en la cueva, su misión está casi completa.
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Mientras el invierno de 1944 se convertía en primavera, su amigo, Munko, les dijo a los hombres Stermer que él podía ver las brillantes explosiones naranja sobre las colinas del este en la noche. Aunque podría pasar otro año hasta el colapso final del Tercer Reich de Hitler, el frente ruso estaba avanzando rápidamente hacia el oeste.
El mensaje en la botella decía simplemente: “Los alemanes ya se han ido”.
Los sobrevivientes recibieron la noticia de su potencial liberación con una mezcla de júbilo y temor. Por encima, el frente de batalla pasaba de aquí para allá sobre la entrada del hueco en una descarga de artillería y pequeñas armas de fuego, pero debajo de muchos metros de tierra, los judíos no tenían forma de saber cuándo era seguro salir. Una mañana al principio de abril, Shelomó se acercó al hueco de la entrada y vio una pequeña botella en el barro. El mensaje en la botella, dejada por un amigo campesino, decía simplemente: “Los alemanes ya se han ido”.
Por diez días más, los Stermer y sus vecinos esperaron a que se aminorara el caos; luego, el 12 de abril de 1944, escondieron sus herramientas y sus provisiones bien adentro de la cueva y salieron uno por uno a través de la angosta entrada de la Gruta del Sacerdote. Había caído nieve espesa durante la semana anterior, y agua helada fluía hacia el hueco desde arriba, cubriéndolos con barro. Afuera de la entrada, los judíos escalaron los empinados bancos del sumidero y salieron para pararse ante el encandilador brillo del sol por primera vez en 344 días.
Al principio, se quedaron inmóviles, apenas capaces de reconocerse unos a otros en la brillante luz reflejada por la nieve. Sus caras estaban amarillentas, sus ropas gastadas, y estaban cubiertos con un espeso barro amarillo. A la distancia, el camino a Korolowka estaba lleno de tanques y maquinaria alemana abandonada, pero para Ester y su familia, la visión de su tierra natal devastada por la guerra fue una de las cosas más lindas que vieron en la vida.
Sesenta años después, bajo la suave luz postmeridiana del living de los Stermer en Montreal, los sobrevivientes relataron sus memorias de su liberación con un sereno sobrecogimiento. Shulim se quedó en silencio por primera vez en toda la tarde, y Shelomó dijo repetidamente: “Fue un hermoso, hermoso día”.
“Cuando salimos el sol debe haber estado brillante”, dijo Pepkale. Con cinco años de edad, había pasado cerca de un tercio de su vida bajo tierra. “Le dije a mi madre, ‘¡Apaga la vela! ¡Apaga la luz!’ No podía creerlo. Había olvidado completamente lo que era el sol”.
La ciudad de Korolowka había sido destruida casi completamente. De los más de 14.000 judíos que vivían en la región antes de la Segunda Guerra Mundial, apenas unos 300 sobrevivieron. Incluso con los alemanes fuera, Ucrania siguió siendo un lugar peligroso. Después de sobrevivir el Holocausto alemán, tanto Zeide Stermer como Fishel Dodyk fueron asesinados ese verano por ucranianos de la región.
De los más de 14.000 judíos que vivían en la región antes de la Segunda Guerra Mundial, apenas 300 sobrevivieron.
Los Stermer no le contaron a nadie sobre su refugio bajo tierra; ¿quién sabía cuándo lo podrían llegar a necesitar de nuevo? Abandonaron Korolowka para siempre en junio de 1945, arribando finalmente a un campo para personas desalojadas en Fernwald, Alemania, en noviembre. Pasaron las siguientes semanas comiendo, bañándose y durmiendo de modo seguro por primera vez en más de media década. Las fotos familiares de ese período muestran a los sobrevivientes vestidos con camisas y sacos hechos a medida y posando desafiantemente, como si nada en el mundo los pudiera derrotar.
En 1947 los Stermer llegaron a Canadá. Nissel se ocupó como carnicero. Shulim encontró empleo en una fábrica. Ester y sus hijas se convirtieron en amas de casa. Los tres hermanos eventualmente tuvieron mucho éxito en el negocio de la construcción, utilizando muchas de las habilidades que habían aprendido bajo tierra. Pero incluso con sus amigos más cercanos, ellos hablaron poco sobre su experiencia.
Hoy en día, la saga de supervivencia de los Stermer continúa afectando casi todo en sus vidas. Algunos, como Pepkale, viajan con pequeños montones de comida para evitar la posibilidad de pasar hambre. Muchos de los sobrevivientes continúan siendo devotamente religiosos a pesar de la experiencia bajo tierra, y por la experiencia bajo tierra.
Mientras Chris y yo nos preparábamos para irnos, el cielo de Montreal se estaba oscureciendo. La mayoría de los parientes de Shulim ya se habían ido, y su departamento estaba tranquilo y silencioso.
“Cuando nos reunimos como ahora y veo a los nietos”, dijo en la puerta, “veo a la familia, veo niños buenos, y me digo a mí mismo: ‘valió la pena luchar para sobrevivir’”.