miércoles, 23 de marzo de 2011

Hijos que salieron de Egipto

Hijos que salieron de Egipto



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Salir de Egipto no fue una tarea sencilla. Año tras año, independientemente del lugar del mundo en donde nos encontremos, somos llamados a recordar el éxodo que nos permitió liberarnos de las manos opresoras del Faraón, reviviendo en nuestros tiempos el sabor de lo que fue nuestra primera redención como pueblo.
La forma que eligió nuestra tradición para reencarnar la celebración de Pesaj fue a través del relato que se comparte en familia, todos reunidos alrededor de la mesa del Seder. A partir de la lectura en conjunto del texto de la Hagadá, todos los participantes de la cena habrán de rememorar la narrativa del pueblo judío, desde sus momentos más bajos hasta la llegada de la salvación. Es así que año tras año regresamos desde un lugar distinto al mismo libro en común, ya que como sostiene Tzvetan Todorov: “Si la literatura no nos enseñara algo esencial sobre la condición humana, no nos preocuparíamos por regresar a los viejos textos de hace dos mil años.” (1)
Ahora bien… ¿qué es aquello de la condición humana – y en nuestro caso de la condición judía – que nos sigue enseñando la Hagadá de Pesaj? En realidad, muchas son las enseñanzas que nos lega el texto, y muchas de ellas quedarán por fuera de nuestro ensayo. No obstante, en principio quisiera concentrarme en dos aristas interrelacionadas que emanan de la lectura comprensiva y a conciencia que hagamos de la Hagadá: el aprendizaje y la continuidad.
La manifestación de ambos temas es evidente y en principio no es necesaria más que una lectura primaria para dar cuenta de ellos: en el Seder somos llamados a leer el versículo bíblico que reza: “En aquel día le explicarás a tu hijo diciendo: Se hace esto con motivo de lo que Ad-nai hizo conmigo cuando me sacó de Egipto” (Ex. 13:8). Es decir, somos llamados a educar a nuestros hijos en el desafío de continuar con la tradición que se despliega en la repetición sentida de un relato que vamos incorporando generación a generación, construyendo a través de él nuestra propia identidad y sentido de pertenencia. Como sostiene Natan Ofek: “La repetición es, entonces, la fuente de la concepción tradicional de la identidad personal y colectiva, y también su clave anímica y cultural.” (2)
De acuerdo a esta narrativa, todos salimos de Egipto, pero no todos hemos transitado (ni habremos de transitar) por las mismas sendas una vez adquirida la libertad. Es por ello que uno de los textos centrales de la Hagadá nos presenta un antiguo Midrash (3) con cuatro prototipos distintos de hijos o continuadores, los cuales participan en igualdad de condiciones de la mesa del Seder: el sabio, el malvado, el simple y aquel que no sabe preguntar. Frente a ellos, es que debemos cumplir con el mandato bíblico que sostiene: “Instruye al niño en su camino y ni aun de viejo se apartará de él” (Pr. 22:6).
Sin embargo, mientras durante el Seder nos encontramos todos agradeciendo el salir año tras año de la casa de la esclavitud, al detenernos en el texto de la Hagadá, damos cuenta de que las cosas bien podrían haber sido diferentes. Todavía hoy, el hijo malvado genera muchos interrogantes que debemos abordar, y quién sabe si es posible educarlo en su propio camino de egoísmo y falta total de empatía para con su propia narrativa y tradición…

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Aun cuando todos los hijos que nos presenta la Hagadá son interesantes y cada uno de ellos nos regala múltiples posibilidades de análisis y reflexión, el hijo malvado tiene algo especial. Primero porque aun cuando el texto lo presenta en una luz tan negativa sigue siendo parte del Seder, y luego porque son muchas las explicaciones que se fueron dando en relación a aquello que hizo de este hijo tan particular un hijo malvado.
Nos enseña la Hagadá:

“El malvado, ¿qué dice? “¿Qué es este servicio para ustedes?” (Ex. 12:26) “Para ustedes” – y no para él. Y debido a que se excluyó a sí mismo de la congregación, niega uno de los fundamentos [de la tradición judía]. Y tú embota sus dientes y dile: “Es por eso que Ad-nai hizo esto por mí, sacándome de Egipto” (13:8). “Por mí” – y no por él. Ya que si hubiese estado allí no habría sido redimido.”

Para algunos, como el rabino Iejiel Mijal haLevi Epstein (Siglo XIX), la maldad de este hijo se construye a partir de que declama y denigra el ritual, sin buscar en ningún momento ingresar en un diálogo sincero en base a preguntas y respuestas. La postura del rabino Epstein pende del inicio del versículo en el cual se encuentran las palabras adjudicadas al hijo malvado, en donde está escrito: “Y será cuando les digan sus hijos” (12:26). Como el texto bíblico utiliza el verbo “decir” y no el verbo “preguntar,” eso abre el camino para que el gran pecado del hijo malvado: la imposibilidad de abrirse a un diálogo fecundo que posibilite el aprendizaje significativo. (4)
Otros, como el rabino Uri Sherki (Siglo XXI), sostienen que el hijo no es responsable de haberse vuelto un malvado, ya que él no tuvo la culpa de no contar con un maestro que le enseñe y le permita aprender Torá. En ese espíritu, Sherki propone que el hijo malvado se dedique a estudiar en jevruta – es decir, en pareja – con el hijo sabio, a fin de que ambos dos vayan potenciando sus propias condiciones y capacidades. (5)
Al tornarnos hacia los comentarios de distintos maestros jasídicos, podemos ver como cada uno de ellos eligió enfocarse en un motivo distinto que llevó al hijo malvado por la senda incorrecta. Es en ese espíritu que rabi Zev Wolf haLevi de Zitomir (Siglo XVIII) describía la maldad de este hijo en su imposibilidad de relacionar la redención de Egipto y la salvación que habría de llegar en el futuro. En este sentido, el hijo malvado estaría desentendiéndose de su pasado: “Lo que pasó, pasó” – parafrasea rabi Zev Wolf al joven rebelde – “¿para qué debemos molestarnos ahora con todo este servicio?”
Por su parte, rabi Moshe Jaim Efraim (Siglo XVIII), nieto del Baal Shem Tov, se enfocaba en su comentario a la Hagadá de Pesaj en el hecho de que el hijo malvado no hubiese salido de Egipto. Según su interpretación, la redención está destinada sólo a quienes creen en el Santo Bendito sea, y manifiestan su creencia en la realización de preceptos que conforman aquel “servicio” del cual el hijo malvado descree. Para rabi Moshe Jaim, descreer del sistema legal es sinónimo de descreer del dador de la ley, razón más que suficiente para que el malvado no aspire a la llegada del redentor, y por tanto no esté preparado para salir oportunamente de la tierra de Egipto.
Según rabi Levi Itzjak de Berdichev (Siglo XVIII), el principio que el hijo malvado niega al excluirse de la congregación tiene que ver con el rol del Tzadik, con el rol que juega el justo en nuestra vida cotidiana. Mientras que en el jasidismo escucharemos una y otra vez que “el justo es el fundamento del mundo” (Pr. 10:25), y que por tanto su presencia nutre y energiza a todo el universo, rabi Levi Itzjak dirá que el hijo malvado descree de la centralidad del Tzadik, sosteniendo que el servicio que ellos hagan, será útil y significativo sólo para ellos:

“Y eso que dice: “Y tu embota sus dientes,” significa que en realidad está prohibido para el Tzadik jactarse de sí mismo y decir en su corazón que sus acciones son una defensa para el mundo y nutren a todas las creaturas, ya que para el Tzadik todas las acciones que realiza son pequeñas ante sus ojos en comparación con gracias que Ds hace con él. No obstante se permitió esta concesión debido a la necesidad puntual, para que pueda embotar los dientes de aquel malvado, y se le dio permiso al Tzadik para vanagloriarse frente a él. […] [Por tanto, puede el Tzadik decirle al malvado] que: todos los milagros y la redención de Egipto fueron posibles sólo por mí, y todas las molestias que se tomó el Santo Bendito sea en la creación de todos los mundos y todas las redenciones y milagros y la mano fuerte con la que nos liberó, todo eso fue por mí, y no por ti. “Ya que si hubiese estado allí no habría sido redimido,” y sólo por mi mérito fuiste salvado.” (6)

[3]
Un último acercamiento a la maldad del hijo que tanto nos intriga ya no procede de un maestro jasídico sino de un comentarista medieval. Rabi Iom Tov ben Abraham Ashvili, o Ritva, fue un sabio español del siglo XIV que se caracterizó principalmente por sus comentarios al texto talmúdico. No obstante, también tuvo tiempo para buscar nuevas interpretaciones a otros textos clásicos, entre ellos la Hagadá.
Dice el Ritva:

“Explicaron en el Talmud de Jerusalem [que el hijo malvado dice]: ¿cuál es el sentido de la molestia con la cual nos incomodan todos los años al retrasar nuestra cena diluyendo la felicidad de la festividad? […] “Y tú embota sus dientes” que desean masticar y comer, y dile: “Es por eso que Ad-nai hizo esto por mí, sacándome de Egipto.” “Por mí” – y no por él.”

Frente a las respuestas sutiles y complejas que vimos anteriormente, parecería que la descripción que hace el Ritva del hijo malvado es superficial y vana. Lo que marca la maldad del hijo no es una herejía en términos de dogmática o credo sino su avidez irrefrenable por la comida, su gula indómita.
Y sin embargo, las palabras del sabio español tienen mucho sentido: porque aquel que no sabe limitar su ingesta, aquel que maltrata su cuerpo y no lo cuida, también se encuentra transgrediendo fundamentos centrales de la tradición judía, no desde el intelecto sino desde un acercamiento integral al ser. Más aun: así como quien no cree en la redención o en el redentor no habrían podido salir de Egipto, de igual manera habría ocurrido con aquellos esclavos de su propia gula. De aquí que la tradición judía nos estaría enseñando que aquellos alumnos brillantes que no saben cuidar su cuerpo tampoco habrían podido salir de Egipto. Aquellos alumnos brillantes no se habrían podido siquiera mover, y menos que menos pasar cuarenta años en el desierto comiendo maná.
En consecuencia, el Ritva no hace más que seguir las enseñanzas del Rambam, a quien no solamente admiraba sino también escribió un comentario defendiendo los postulados propuestos en la Guía de los Perplejos. Maimónides, en el primero de los libros del Mishne Torá, aquel que justamente se dedica a establecer lo que él consideraba como los principios y fundamentos de la tradición judía, escribe:

“Viendo que tener un cuerpo sano y completo es parte de los caminos de Ds – ya que es imposible que entienda o sepa algo sobre el Creador estando enfermo – por lo tanto debe el hombre alejarse de las cosas que destruyen el cuerpo y acostumbrarse a las cosas que lo curan. Y estos son: Nunca debe el hombre comer sino cuando se encuentra hambriento, y nunca debe beber sino cuando se encuentra sediento […] No debe comer el hombre hasta llenar su estómago sino que debe restar un cuarto a su saciedad.” (7)

Por lo tanto, según lo planteado por el Rambam, nadie que se considere a sí mismo como sabio habrá de descuidar no sólo su estudio sino también su estado físico en general. En consecuencia, el Ritva nos presenta otra clase de hijo malvado en el Seder de Pesaj, aquel que puede ser muy entendido e inteligente, pero que al negar el fundamento de la importancia de la salud y el cuidado de su cuerpo no sería merecedor de la redención, ni en Egipto ni a futuro. Aquel que sepa el Talmud de memoria pero no preste atención a sus triglicéridos; aquel que sea un genio creativo en la exégesis del texto bíblico pero no invierta parte de su tiempo en ejercitarse o neutralizar su gula; y aquel que se presente como el paladín de la Halaja pero fume sin contención nunca serán considerados sabios. Para aquellos que son muy inteligentes pero poco sabios, el texto de la Hagadá viene a recordar que de no cambiar sus actitudes lejos habrán de quedar de una verdadera libertad.

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Y aun así, año con año, todos los hijos vuelven a sentarse en el Seder. Los cuatro hijos de la Hagadá y – como sostiene Amijai en su poema – todos los hijos e hijas que no aparecen tipificados por el texto pero que se encuentran con nosotros y los reconocemos y abrazamos.
Al final de todas las cuentas, parecería ser que la pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué si hay hijos marcados por nuestra tradición como irredimibles, aun así la misma tradición es la que los convoca generación a generación?
Creo que la respuesta puede desdoblarse en dos opciones básicas, las cuales en algún punto no dejan de estar entrelazadas: por un lado, uno de los pilares fundamentales del judaísmo gira en torno a la Teshuvá, a la posibilidad del arrepentimiento y del retorno. En consecuencia, al reunirnos una vez más alrededor de la mesa del Seder, nosotros esperamos que aquellos que en un pasado fueron catalogados como malvados puedan reflexionar sobre sus decisiones y actitudes y obrar de manera diferente. Y en realidad, eso sólo se puede lograr a partir de construir un marco que los contenga y acompañe en ese espacio de introspección personal. Marginalizar a quien ha obrado mal en el pasado no suele ser un buen camino hacia el cambio. Y quizá algo de todo esto haya estado en los pensamientos de rabi Menajem Mendel de Rimanov (Siglo XVIII), maestro jasídico que al comentar la Hagadá sostuvo:

““El precepto de Ad-nai es puro, alumbra los ojos” (Sa. 19:9). Incluso un completo malvado que se ocupa de [estudiar] la Torá, la luz que se encuentra en ella lo regresa hacia el bien.”

Pero sumado a la posibilidad del arrepentimiento, creo que hay otra arista a ser explorada, la cual tiene que ver con el amor hacia nuestros hijos e hijas. Difícilmente exista amor más incondicional que el de los padres hacia sus hijos. Tan incondicional es ese amor que independientemente de las decisiones que hayan tomado nuestros descendientes, nosotros los seguiremos amando sin miramientos. De alguna manera, eso es lo que reconoce la Hagadá de Pesaj, haciéndose eco al mismo tiempo del dictamen rabínico que sostiene sobre el pueblo de Israel que: “Aun cuando transgredió, sigue siendo Israel” (Sanhedrin 44a).
Nuestros textos describen una y otra vez a Ds en calidad de padre, y por tanto, aun cuando la idea de la frase de Sanhedrin no es hacer apología del delito, lo que se nos intenta decir es que sin precondiciones, Ds nos seguirá acompañando a lo largo del camino, siempre esperanzado en que aceptemos su sutil invitación de obrar de la mejor manera posible.
De igual manera ocurre con el hijo malvado en Pesaj. Y a fin de lograrlo, nuestra tradición no sólo apela a la capacidad de arrepentimiento de quien obra equivocadamente, sino también a nuestra capacidad de despegarnos de los estereotipos que se van construyendo con el tiempo. En el momento del Seder nuestros hijos no son estigmatizados por aquello que hacen, sino por la relación que nos une a ellos, y que trasciende toda adjetivación.
Y quizá no sea casual que es en ese amor incondicional que logramos acceder a otro tipo de libertad, ya que dejamos de depender del apego a lo hecho en el pasado. Como sostienen Varela, Thomson y Rosch:

“Hacer lo que deseamos impulsados por nuestro sentido del yo (acto volitivo) es, según este sistema, la menos libre de las acciones; está encadenada al pasado por ciclos de condicionamiento, y deriva en mayor sometimiento a los hábitos en el futuro. Ser gradualmente más libre es ser sensible a las condiciones y posibilidades genuinas de una situación presente, y poder actuar de una manera abierta, no condicionada por el apego y las voliciones egoístas. Esta apertura y esta sensibilidad abarcan no sólo la esfera inmediata de percepciones, sino que nos capacitan para valorar a los demás y desarrollar una comprensión compasiva de sus problemas.” (8)

De esta manera, en Pesaj somos llamados a recordar nuestra salida de Egipto sin apegarnos excesivamente a un pasado que nos deje encerrados en lo que no fue ni será; somos invitados a sentarnos juntos a todos nuestros hijos e hijas y a reflexionar sobre los fundamentos físicos y metafísicos que nos llevarían a perder la redención; y somos interpelados en el desafío del amor sin condiciones que justamente genera los espacios necesarios para que aquel que en un pasado obró mal pueda reconectarse con su tradición, encontrando de esta manera los caminos que le permitan seguir buscando su propia libertad y su propia redención.

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