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miércoles, 15 de febrero de 2012

La pareja más antigua fue recibida en Israel para hacer aliá


ag. Cabanah

Phillip y Dorothy Grossman de Baltimore, quienes llevan casados 71 años, fueron recibidos por sus tatara-tatara-nietos en el aeropuerto de Ben Gurion este martes.

Con sus 95 y 93 años ellos son probablemente la pareja más antigua que emigra a Israel.
"Phillip y Dorothy son probablemente la pareja más antigua de olim que el Estado de Israel ha absorbido y son prueba de que nunca es demasiado tarde para cumplir su sueño y tomar una decisión tan importante en la vida", dijo Erez Halfon, vicepresidente de Nefesh B'Nefesh, un grupo que facilita la inmigración judía a Israel.

"Los felicitamos y les deseamos muchos años más de salud y felicidad viviendo junto con su familia en Israel", agrego. La Agencia Judía para Israel y el Ministerio de Absorción también ayudaron en la organización de su vuelo.

Antes de retirarse Felipe se ganaba la vida como contador, mientras que Dorothy era ama de casa. Tienen tres hijos, uno que ya vive en Israel, una segunda que hará aliá en el verano, y cinco nietos, 14 bisnietos y dos tataranietos.

"Amamos a Israel, y estamos muy entusiasmados con nuestra aliá", dijo Dorothy Grossman. "También estamos muy contentos de que podamos vivir cerca de toda nuestra familia en Israel", agregó.

Los Grossman podría ser el más antiguo matrimonio que se traslada a Israel, pero ninguno de ellos rompe el récord de ser la persona más adulta en hacer aliá. Esta distinción, probablemente va a dos inmigrantes de la ex Unión Soviética, que se dice que llegaron a Israel a los 111 años durante la década de 1990.

En cuanto al titulo de inmigrante judío más joven, probablemente va a los ocho hijos, cinco varones y tres niñas, que nacieron en los aviones durante la Operación Salomón en 1991, los cuales reunieron a miles de judíos de Etiopía en Israel.

lunes, 28 de noviembre de 2011

POR QUE HACER ALIA



Para un judío, no hay mejor lugar que Israel.





Hace apenas 15 años tomé la decisión de dejar el cómodo estilo de vida y el entorno familiar de Estados Unidos para asentarme y construir mi vida en Israel.
Esta decisión tan importante no tenía nada que ver con ningún sentimiento negativo hacia mi país. De hecho, lo opuesto es verdad, y la mayoría de los recuerdos de mi vida en Estados Unidos son muy positivos. Desde las vacaciones durante mi infancia en el Lago George y un par de aventuras que consistieron en cruzar el país durante mi juventud, hasta unos años de vida en el centro de la ciudad de Nueva York, puedo decir honestamente que Estados Unidos es un país hermoso e increíble. Más aún, la variedad de excelentes opciones y estilos de vida que están disponibles en un inmenso país de casi 300 millones de habitantes, hacen que residir en él sea una opción verdaderamente atractiva.
Sin embargo, a pesar de todas las cosas maravillosas que pueden ser dichas de Estados Unidos, no cambiaría ni por un segundo la vida que he construido en Israel. Más aún, estoy 100% convencido de que no hay lugar en el mundo que sea potencialmente más afín para un judío que la Tierra de Israel. Para alguien que vive fuera de Israel esta declaración puede sonar bastante pomposa, pero sin embargo esta pomposidad no le quita veracidad.
El problema es que sólo viviendo aquí y experimentando la realidad de la vida en Israel se puede llegar honestamente a un entendimiento como éste. Por lo tanto, para un judío que sigue viviendo fuera de Israel, es natural que tal declaración sea incomprensible o incluso irritante.
Sin embargo, quisiera presentar una breve lista de razones positivas para que un judío considere construir su vida en Israel:
1. Estadísticamente, la mejor probabilidad de encontrar una pareja judía está en Israel.
2. Estadísticamente, la tasa más baja de matrimonios mixtos está en Israel.
3. En pocas horas uno puede hacer una caminata en el desierto, nadar en el Mediterráneo, esquiar en el Hermón o flotar en el Mar Muerto.
4. Aquí, las festividades judías son una parte natural de ciclo anual.
5. En Israel no hay temporada de compras de navidad.
6. El costo de la educación judía en Israel es sólo una mínima parte de lo que es en la diáspora.
7. En Israel, un judío se siente “en casa”.
8. Israel es el único país judío en el mundo. No hay otro.
9. En Israel un judío no tiene que integrarse a una sociedad no judía.
10. A pesar de que, al igual que en cualquier otro país, hay muchos problemas, al menos los problemas aquí son nuestros problemas.
11. En Israel la observancia y el significado de las mitzvot adquieren un significado completamente diferente.
12. Sólo hay un Jerusalem en todo el mundo y está aquí, en la Tierra de Israel.
13. Después de miles de años, el hebreo, el lenguaje de los Profetas, es hablado nuevamente en toda la Tierra de Israel.
14. Israel se jacta de tener la población judía de más rápido crecimiento en el mundo.
15. Después de una larga prórroga de casi 2.000 años, Israel es nuevamente el centro físico y espiritual del pueblo judío.
16. La historia literalmente se revela delante de nuestros ojos. Todo lo que ha ocurrido aquí durante un período relativamente corto de tiempo no deja de asombrar. Todo judío tiene la oportunidad de asentarse en Israel y de generar realmente un impacto en el fraguado de la historia.
En resumen, el potencial más grande para que un judío esté en sintonía consigo mismo, para que viva de acuerdo a su verdadera voz interior, está aquí en Israel. En este aspecto, no se puede comparar con ningún otro país del mundo. Por más grande que Estados Unidos pueda ser, y lo digo como un ex-estadounidense que sólo tiene recuerdos afectuosos de su país, el hogar de un judío es la Tierra de Israel. Es realmente así de simple.

lunes, 28 de febrero de 2011

Israel no es siempre un lugar fácil. Pero cuando es bueno, es realmente bueno.

por Tara Eliwatt

Shana, la matrona del hospital, me dijo en tono fuerte que me sentara. Yo estaba asomándome en las oficinas del hospital, esperando que algún oficinista se diera cuenta y llamara mi nombre. Había estado esperando 45 minutos para ver al doctor para que revisara mi ultrasonido. Siendo una reciente inmigrante de Estados Unidos, yo estaba pasada en 5 días de la fecha probable de parto de mi primer hijo Sabra (nacido en Israel).
“Te llamaremos cuando estemos listos. No nos hemos olvidado de ti”, ella me miró enojada como si hubiera cometido un crimen y luego rápidamente guió por el pasillo a una mujer en trabajo de parto hacia la sala de parto. Ella ayudó a la mujer con sus brazos y murmuró suavemente en hebreo.
Yo me senté, derrotada y enojada. Sólo quería saber lo que estaba pasando. No había lista de entrada, ni números electrónicos de llamada. Sólo un montón de gente sentada en una sala de espera de hospital sin ningún orden particular, esperando ser llamados a la oficina del doctor. ¿Cómo sabían a quién debían llamar primero? Podría estar esperando toda la tarde. ¿Acaso ella no podría, por lo menos, hablarme en un tono más tranquilizador?
La última vez que traté de ser enérgica, me tomó 30 minutos reunir el valor para invadir la oficina del doctor y luego – el doctor me gritó de vuelta, “¡Por favor siéntese y espere su turno!”. Pero, ¿cuándo es mi turno?
Realmente Bueno
Una hora después de finalmente ver al doctor y salir del hospital, volví a la división de maternidad para encontrarme con Shana. Me encaminé nuevamente hacia las oficinas interiores, esta vez con gran determinación.
Casi no pude hablar. Shana dejó todos sus papeles y corrió hacia mí. “¿Está todo bien?” me preguntó mirándome y observando a mi marido que equilibraba una maleta y dos bolsas. “Pensé que el doctor te había mandado a casa”.
“Creo que llegó el momento”, dije entre dientes mientras respiraba profundamente.
Rápidamente me tomó del brazo y me llevó a su oficina.
“¡Increíble! ¡Qué emocionante!” Ella me sonrió como si fuera su hermana. Apuró a otra nueva mamá para que saliera de la sala de parto y le dio órdenes a los limpiadores para que prepararan rápidamente la sala. Se quedó conmigo hasta el final de su turno y luego prometió visitarme al día siguiente.
La noche siguiente, Shana vino a verme.
“¡Mazal Tov! Supe que estuvo bien. Te ves increíble. ¡Déjame verla!”. Conversó conmigo diez minutos antes de volver a su lugar de trabajo.
Y ahí fue cuando me di cuenta.
Cuando yo realmente necesitaba atención y ayuda, no había filas, ni tonos fuertes, ni confusión, ni esperas. Yo era el centro del mundo, un miembro de la familia. No había duda.
La semana siguiente, mi vecina israelí, Ronit, tocó mi puerta.
Era Motzei Shabat (sábado a la noche al término de Shabat). Yo estaba tirada en el sofá con mi bebé de una semana acostada en mis brazos. En el piso habían esparcidos pedazos de playmobil y piezas de lego y la mesa del comedor estaba cubierta con comida en fuentes de aluminio y pedazos de papel aluminio.
Cuando entró, me levanté rápidamente y traté de sacar las chaquetas y piezas de rompecabezas del sillón pero ella me hizo a un lado. Ella agarró las chaquetas y las colgó. Luego examinó el desorden mientras me preguntaba en hebreo cómo me sentía.
Momentos después, su marido llegó con sus tres hijos y una botella de whisky. Habían venido a hacer un Lejaim con mi marido por el nacimiento de nuestro nuevo bebé.
Ronit, al darse cuenta que los platos estaban apilados en mis dos lavaplatos, tomó una esponja.
“¡No, No!”, le rogué. “Los voy a lavar después que acueste a los niños”.
Pero ella ya estaba poniendo el jabón sobre los platos. “Quiero lavarlos”, me insistió, mientras fregaba. “Me alegra hacer esto”.
Apelé diciendo, “Tengo mucha energía, gracias a Dios. Yo quiero lavarlos. ¡En serio!”.
Pero ella me miró como diciendo. “¡¿Realmente piensas que te creo eso?!”.
Mi marido se estaba riendo en la sala, sirviendo otro trago para nuestro vecino. Le llevé al bebé y corrí a la cocina para guardar los platos.
“No, no. Siéntate”, me regañó mi vecina.
Pero, ¿cómo podía sentarme mientras ella limpiaba la pegajosa suciedad de mis platos, sacaba los guisantes y el arroz de mi colador y botaba los panes verdes que habían quedado afuera toda la semana? ¡Era una deshonra!
Y luego, tan rápido como vino, se fue.
Miré alrededor en mi brillante cocina y me sentí secretamente feliz de que mi vecina hubiera ignorado mis ruegos. Mi marido se limpió una lágrima de su ojo.
“¡Qué buena gente!”, dijo suavemente entre dientes.
“Sí…”, asentí, disfrutando la tranquilidad que acompaña a una cocina limpia. Y en ese momento, decidí que esperas caóticas en salas de hospital y largas filas no eran tan malas después de todo. De hecho, me beneficié enormemente y empecé a apreciar mi entrenamiento en terreno sobre la energía israelí.
Más aún, con mayor entrenamiento, podría ser más como Ronit, mi vecina – una persona que utiliza sus capacidades energéticas para hacer buenas acciones.
Israel no es un lugar fácil. Pero cuando es bueno, es realmente bueno. Y ese “bueno” es lo que hace la vida aquí tan especial.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Primer viaje de una goy a Tierra Santa.

Por Mónica Bottero

Te van a buscar a las 6 de la mañana en una pequeña camioneta para llevarte hasta Tel Aviv y una vez allí, desde una especie de gran explanada, parten todas las excursiones diarias. Pueden hacerse a todos los rincones del país, si se desea, teniendo en cuenta su superficie de 22.00 quilómetros cuadrados (un poco menos que la suma de Rivera y Tacuarembó), y una longitud de norte a sur de alrededor de 420 quilómetros y un ancho de entre 20 y 130 quilómetros, según la zona. Israel es como un triángulo escaleno con la base apoyada en África (Egipto), todo el lado occidental de la figura bañado por el Mediterráneo y el oriental por el río Jordán desde la mitad norte, el Mar Muerto en el medio y el desierto de Neguev en la mitad sur, y del otro lado del mapa a Jordania, y sobre la margen más nororiental al Líbano apoyado en el vértice. De todas formas, cuando se habla de límites y fronteras en esa zona, todo es bastante relativo y complejo de explicar.

Pero lo que viene al caso es que me subí al ómnibus que decía “Galilea” junto a otros notorios turistas primerizos. Sabía que el viaje duraría unas seis horas y que el guía hablaría en español e inglés. Por lo tanto, no sólo éramos españoles o latinoamericanos. De todas formas, si bien creo que las excursiones standard con guía que muestra y explica lugares e historias básicas tienen una fama mucho peor de la que merecen, sí estoy decididamente en contra de cultivar vínculos de amistad de excursión standard que sólo sirven para distraerse del objetivo central de aprender un poco, porque los teléfonos intercambiados nunca se marcan y en los viajes a los países respectivos nunca se concretan las visitas, etc.

El guía se presentó como Alberto, aunque notoriamente era israelí (o al menos judío, residente en Israel). Me dispuse a atenderlo a él y solo a él y a mis propios acompañantes interiores: Caty, la catequista de la parroquia de San Miguel en 1972; el padre Vitale, el párroco de San Miguel, que después fue también de San Pancracio, y mi tía Beba –que más que en la iglesia me enseñó el cristianismo con su vida entera-, entre tanta otra gente que llevé conmigo sólo para refutar y para recordarles al Jesús de Galilea a los que se dicen sus sucesores en Roma y también en Montevideo y tantos otros lugares, pero siempre cerca de la silla mayor, siempre cerca de Catedral, tan lejos de Nazareth.

El camino es hacia el noroeste, primero por la ruta 2 y luego por la 65.

GUÍA TURÍSTICA “EL NUEVO TESTAMENTO”. De Tel Aviv a Nazareth hay 102 quilómetros. Como por el 80, a unos 50 minutos de haber iniciado el viaje, Alberto empezó a contar que en segundos pasaríamos por la zona conocida como Megiddo, el Har Megiddo (Monte Megiddo). Repitió el nombre varias veces, fraseando despacito, como para que se nos metiera en la cabeza. (Se ve que está acostumbrado a la ignorancia de sus espectadores). El nombre no me decía nada hasta que explicó que el lugar es conocido también como Armagedon. Me avergoncé al pensar en Bruce Willis y Ben Affleck antes que en la Biblia, pero Caty no me ayudaba nada desde el Nuevo Testamento.

En el Libro del Apocalipsis (el último del Nuevo Testamento, conocido como Revelación o Revelación de Juan) se menciona que allí ocurrió la célebre batalla de Megiddo (siglo XV ac), otra en 609 AC y otra ayer, en 1918. Dice también que allí tendrá lugar algo así como la batalla final, justo antes del milenio, donde la bestia luchará contra Dios y será derrotada por Jesucristo. En el lugar hubo una gran fortaleza romana, y por tanto se cree que tanto el interpretador del escritor del Apocalipsis o el propio Juan se refirieron a la posibilidad de una gran batalla teniendo en cuenta la localización del gran fuerte en ese lugar.

De todas formas, tanto para el cristianismo como para otras corrientes como los Adventistas y los Testigos de Jehová, ese es un lugar donde en algún momento pasará algo precisamente de dimensiones bíblicas (en Israel uno empieza a entender el significado literal de esos adjetivos).

Alberto, por su parte, aclaró que no esperaran nada especial de ese sitio tan definitivo. Y efectivamente, se trata de un ínfimo valle rodeado de alguna pequeña ondulación arbolada, como cualquiera que uno pueda ver desde la ruta Interbalnearia. Esta es la primera de una constante que vería en los días siguientes dentro del territorio israelí; allí las dimensiones se relacionan con lo que sucedió sobre la tierra, con su carga histórica, tan universal como lo puede ser el mismísimo escenario de la Biblia, pero no necesariamente por la espectacularidad visual, aunque también la hay.

Por eso, en este caso para un cristiano, pero también supongo que para un judío, un musulmán o un baha’i, un viaje a Israel es mucho más un viaje para adentro, aunque a la vez tan necesario y conmovedor de acompañar en la dimensión física.

Ya pasado el inquietante Monte Armagedon, Alberto nos prepara para la ciudad que todos esperamos ver: Nazareth. Otra vez regresa la sensación de irrealidad. Pero Nazareth existe y se ve a lo lejos desde la ruta, sobre un monte que el ómnibus escala mientras la emoción y la ansiedad de sus ocupantes lo ayudan. Enseguida de entrar a la ciudad, que recuerda a las más antiguas europeas pero con toques árabes y caras árabes y olores árabes, más alguna iglesia o edificio cristiano pero de arquitectura reciente (esto es, lo reciente que puede ser una arquitectura en Israel, en este caso de un siglo o un par) que no quiere desentonar con la antigüedad del sitio, estacionamos y emprendemos el camino a pie, empinado, hacia lo que todos queremos ver: la Basílica de la Anunciación, el mismísimo lugar donde el arcángel Gabriel le dijo a la Virgen que tendría un hijo a pesar de no haber conocido hombre, y que debería nombrarlo Jesús, y que ese niño sería el hijo de Dios.

Lo que más impresiona al ingresar al predio, una especie de gran patio abierto con varios claustros, es su modernidad. La Basílica de la Anunciación es el santuario cristiano más grande de Medio Oriente, pero fue inaugurado, así como se ve, en 1964 por el propio Pablo VI durante la inédita visita papal a la Tierra Santa.

La autoría es del arquitecto italiano Giovanni Muzio, que debió concebir y –a juicio de una modesta peregrina- logró, una construcción moderna pero insertada en el espíritu de semejante significado y a la vez en el conjunto de la ciudad. No fue su responsabilidad, estoy segura, que el afán de la globalidad cristiana perpetrara, tanto en los claustros de la entrada como el interior de la iglesia, una serie de obras de arte tan eclécticas como, en algunos casos, de dudoso gusto, ofrendadas a ese templo por varias decenas de naciones del mundo. Hay vitraux clásicos con escenas bíblicas que lindan con pintura naïve de Centroamérica, imágenes naturalistas de la mexicana virgen de Guadalupe con mosaicos bizantinos y cerámicas africanas, entre otras vecindades de escasa amistad estética.

Pero como también vería luego durante los días siguientes, hay dos puntos claves que aprendí a partir de esta breve incursión en excursión a Galilea: que en Israel las iglesias y monumentos cristianos no son grandes obras de arte en sí mismas como en Europa, donde fueron hechas para ser ofrendadas a Dios y su hijo, y a quienes acuden a ellas para honrarlos. En Israel las iglesias son protectores-contenedores de los sitios y objetos sobre o donde las cosas sucedieron. Lo otro que aprendí es que la Biblia es la mejor quía turística que allí puede usarse, y en esto no hay ninguna ironía ni metáfora.

AQUÍ ERA LA CARPINTERÍA DE JOSÉ, ALLÁ, DONDE JESÚS CAMINÓ SOBRE LAS AGUAS. La Basílica de la Anunciación fue inaugurada en 1964, pero desde los tiempos de Jesús el lugar fue identificado, más allá o más acá, como la cueva donde María vivía con José y donde éste tenía allí su carpintería. Como todos sabemos, estas tierras sólo han disfrutado de paz en muy escasos períodos de su larguísima historia, de la que tenemos más o menos noticias desde hace más de cinco mil años, y han estado bajo el poder de imperios o naciones enemigas de los cristianos o de cualquier otra religión que no fuese la propia. Por tanto, lo que a partir de la época inmediatamente posterior a Cristo primero fue una gruta para honrar a María, y luego sucesivos templos, resultaron arrasados y vueltos a construir más de una vez. Igualmente, los peregrinos cristianos pudieron llegar hasta allí en períodos más o menos intermitentes de la Historia hasta que en el siglo XIII, con la expulsión del último cruzado de lo que hoy es Israel (y de su último bastión, la ciudad de Acre) ya no pudieron volver hasta mediados del 1600, cuando un emir druso autorizó a los franciscanos a adquirir las ruinas de la catedral y la gruta cruzada. En el siglo siguiente el sultán otomano les permitió construir una iglesia, que existió desde mediados del siglo XVIII hasta 1955, cuando se la demolió completamente, para permitir la construcción de una gran basílica. La demora de casi 10 años en su construcción se debió a que se dispuso una exhaustiva investigación arqueológica del lugar para preservar los vestigios e identificarlos con la mayor exactitud posible.

Hoy esa basílica, a pesar de las ofensas artísticas descritas más arriba, tiene en su piso bajo el nivel de la calle y de la propia construcción, una planta integrada por un conjunto de antiquísimos muros preservados con vallas. Al acercarse el grupo de Alberto dijo, como al pasar: “Y aquí funcionaba la carpintería de José”.

Entonces uno se olvida de todo lo que hay arriba y queda paralizado, presa de la emoción, mirando en silencio, como si esos muros le pudieran decir algo, como si allí los fuera a ver, a los tres.

Al regresar al ómnibus y emprender camino hacia el noreste, el Nuevo Testamento más que nunca se convierte en la guía turística del lugar. “Esta zona por la que estamos pasando es Caná, donde, en una boda a la que había asistido con su madre, Jesús realiza su primer milagro, cuando le dicen que el vino no alcanzaba para todos. Fue ahí, en ese pequeño valle que ven”, dijo Alberto.

“Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Les dice Jesús: ‘Llenad las tinajas de agua’. Y las llenaron hasta arriba. ‘Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala’. Ellos se lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde venía (los sirvientes, que habían sacado el agua, sí lo sabían), llama al novio y le dice: ‘Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya todos están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora’... Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos”. Así lo contó San Juan en su Evangelio, bajo el título “El milagro de Caná”, me recuerda Caty.

El Bosco y Giotto hicieron unas magníficas obras representando las bodas de Caná. Seguramente su expresión artística se haya acercado al indescifrable estupor que produce observar aquel valle. Unos minutos más adelante, bajando la pendiente por la que habíamos escalado a Nazareth, esta vez por la espalda, bordeamos el pueblo llamado Migdal, conocido también como Magdala.

Migdal es Magdala, por tanto la tierra de María Magdalena, la negada por la Iglesia de Roma y por algunos apóstoles, entre ellos Pedro (las razones se pueden inferir), la mujer que Jesús eligió para aparecérsele en primer lugar, la que lo acompañó, junto a su madre, hasta el último minuto al pie de la cruz, la que injustamente pasó a la historia como prostituta (arrepentida luego, eso sí) pero como tal se la sigue considerando ahora, a pesar de que el propio Vaticano enmendó el error interpretativo de las escrituras ya en el siglo XVI, la que casi no tiene imágenes en las iglesias del mundo pero sí cuenta con un magnífico templo de arquitectura “pagana” en París, el más austero, el más hermosamente femenino de todos, el más rústico, el más genuino por eso. Así que de allí era nuestra adorada Magdalena (la de las mujeres que la consideramos nuestra hermana en la Iglesia, y somos unas cuantas miles en el mundo). En ella pensaba, por allí la buscaba, como antes a José y familia, a ella le ofrecía mi silencio y mi emoción cuando, a la vez que veo el típico cartel verde de ruta que indica el nombre del pueblo, otro, como playero, con sombrillita y pelota colorida dice algo así como “Hollywood de Magdala”, un parador para comer a la vera de la carretera, del lado del mismísimo Mar de Galilea (que aún no se veía), donde antes estuvo su aldea y ahora sólo hay un poco de pasto y arena.

Para peor, antes de salir de la conmoción, Alberto dice: “Y de este lado del mar, como ven en el cartel, era la aldea de donde salió Magdalena, una muchacha medio ligera de cascos que parece que le gustaba perseguir a Jesús”.

“¿Cooomo?, grité desde mi asiento. “Eso ya se sabe que fue una calumnia de algún interpretador del Nuevo Testamento”.

"Ya veo que leíste a Dan Brown”, respondió él con una sonrisa.

“Me parece que antes de Dan Brown se encontraron unos papelitos por acá cerca, por el Mar Muerto, que confirman el error”, le respondí, pero ni me escuchó, como tampoco alguna mala palabra que pronuncié en voz baja y que ni la pena valía en medio de toda aquella emoción.

Al ratito ya estábamos visitando Cafernaun o Capernaun, el pueblo de pescadores de donde salieron varios apóstoles, entre ellos Pedro (llamado también Simón) y su hermano Andrés, cuya planta urbana fue parcialmente recuperada, incluida buena parte de las columnas griegas que sostuvieron una sinagoga, y la propia casa de Pedro donde –dice nuestra principal guía turística del lugar- Jesús se quedaba durante sus frecuentes estancias en Cafernaun, a pocos metros del Mar de Galilea. Hoy el lugar es propiedad del Vaticano y lo administran y cuidan los franciscanos, orden que como custodia de Tierra Santa en el siglo XIX se lo compró a los beduinos con el objetivo de protegerlo de los frecuentes saqueos. Múltiples estudios arqueológicos se han hecho en Cafernaun desde 1968, año en que fue identificada la casa de Pedro por los propios franciscanos y con ayuda financiera del gobierno italiano, trabajos que continuaron hasta 1986. Este sobrecogedor descubrimiento confirmaba las descripciones hechas por Egeria, una peregrina de la Antigüedad que recorrió buena parte de Galilea y gracias a cuyos testimonios se localizaron y confirmaron numerosos lugares santos para el cristianismo. Egeria había contado que la casa de Pedro se había convertido en iglesia en el mismo siglo de Cristo, pero las guerras e invasiones de épocas posteriores (hubo también una iglesia bizantina) habían dejado a Cafernaun en el abandono e incluso hicieron difícil volver a localizar el propio pueblo.

Una vez más se da, como en Nazareth y otros lugares tanto vinculados al cristianismo como a la religión judía, que a pesar de haber sido escenario de hechos decisivos y fundacionales, han sido ubicados o recuperados en forma más o menos reciente y cuentan con edificaciones modernas que, más por cuestiones de conservación que artísticas, operan como protectores.

Sobre lo que sería la casa de Pedro hay una pequeñísima basílica en forma octogonal, cuyo piso es en parte de vidrio, para permitir ver las habitaciones y su disposición desde un lugar desde donde se las puede observar y venerar.

Allí sí uno ya ve una romería de guías con banderitas de diferentes colores, grupos de jubilados norteamericanos, japoneses, europeos del Este, brasileños. Y si uno piensa dónde está, se da cuenta de que son una avanzada del turismo: la casa de Pedro se redescubrió en la época moderna recién en ¡1968! Y si contamos con que las décadas de los ’80 y los ’90 (en especial esta última) el lugar era zona de alta conflictividad armada, es recién en estos años del siglo XXI que puede decirse que el lugar resulta seguro de visitar (dentro de la seguridad que hoy puede ofrecer cualquier sitio de alto interés mundial).

Pero lo más impactante de Cafernaun, cuando uno se aleja de las banderitas y los grupos de cámaras fotográficas y se mete entre los pastos rumbo a las rocas de la finisterra, es el mismísimo Mar de Galilea. En realidad, se trata de una gran laguna como una cualquiera de tamaño medio de las de Rocha. Pero ese es el Mar de Galilea, por sobre cuya agua Jesús caminó, a cuyas orillas hizo multiplicar los peces y los panes, donde la tormenta le reculó.

Esas aguas calmas y aquel día azules y soleadas parecen saber de su condición de sagradas. Parece que lo miran a uno y le dicen cosas, cosas que tienen las voces de los que uno quiere y no están, voces de los que lo están esperando. No piden nada, pero aconsejan y le infunden a uno la sensación de paz y le sacan cualquier mochila que cargue en el alma. Quizás eso le haga a las personas mirar el mar, simplemente. Puede ser. Pero entonces uno está ahí, y siente esas cosas.

La excursión penetra por algunos otros sitios cristianos religiosamente (otro adverbio bíblico) registrados en nuestra guía turística mayor. Quizás el que más valga la pena nombrar es el del bautismo de Jesús por Juan el Bautista, un paraje llamado yardenit, donde hay un kibutz que destina buena parte de sus actividades a atender a los peregrinos cristianos que quieren repetir su bautismo.

Una vez más, Alberto advierte que nadie espere al caudaloso Amazonas ni al espectacular Mississippi. El Jordán es un hilito de agua que para nada impresiona, salvo que uno sepa que allí Jesús fue bautizado por Juan. “Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado de él. Mas Juan lo resistía mucho, diciendo: Yo he menester ser bautizado de tí, ¿y tú vienes a mí? Empero respondiendo Jesús le dijo: Deja ahora; porque así nos conviene cumplir toda justicia. Entonces le dejó. Y Jesús, después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él. Y he aquí la voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento”. (Evangelio de San Mateo).

Hay un espacio específico donde al visitante lo dejan entrar al agua, al menos mojarse los pies y las manos. También hay épocas en que se producen los bautismos formales y de dimensiones masivas, cuyas fotos exhibidas en la tienda de souvenirs del kibutz confieso que me impresionaron y con los que no empaticé para nada: era gente vestida con túnicas blancas que lloraba o, en estado de histeria, se abrazaba empapada.

Pero en aquella tranquila y muy reducida en gente visita al Jordán, más o menos por donde Juan bautizó a Jesús, metí mis manos y las apoyé en el fondo, hasta el codo, y recordé. El corazón me decía que compartiera eso con la tía, la que venía conmigo, con Caty y el padre Vitale, pero tuve que secarme las manos y entonces meter los pies para escribir el mensaje: “Tía. Estoy con los pies en el Jordán, donde Cristo fue bautizado y me acuerdo de vos. Te mando un beso (y el nombre por el que ella me llama)”. Era un momento muy emocionante. Cling. Respuesta de mi tía: “¿Quién sos? ¿Fernando?” Evidentemente, mi tía tiene muchos sobrinos que la recuerdan desde lejos. Después le expliqué.

EL LABERINTO DE LAS ESTACIONES. El regreso al hotel en Jerusalén pos excursión a Galilea coincidió con el fin del Shabat, pero las energías se habían agotado.

“Salí a ver qué divina se pone la ciudad con el fin del Shabat. La gente sale a los boliches, en grupos, a comer, a tomar alguna cosa. Hay como un despertar contagioso”, me pone mi hermano judío en un mensaje de texto.

Le contesto que yo soy la que ahora precisa un Shabat. Que siento que di la vuelta al mundo en menos de 10 horas y que no estoy en condiciones de ver el despertar de nadie ni mucho menos contagiarme de él.

Tengo varios libros para leer durante el viaje, pero entonces sólo me interesa el Nuevo Testamento de tapas de madera de olivo que había comprado en Yardenit. Revivo con él, ahora habiéndolo visto y pisado, parte del periplo culminante de Jesús. Galilea no es más Macondo ni Santa María. Es un lugar adonde se puede ir y ver, aunque allí, como en las otras dos, se puedan descubrir verdades humanas.

El domingo es mi último día dedicado al cristianismo (es noche ya empieza el viaje oficial, el de trabajo), por eso enfilo sin dudar hacia la puerta de San Esteban o de los Leones, en el lado oriental de la Ciudad Vieja, en pleno barrio musulmán. Sé que a mis espaldas dejo el Monte de los Olivos que vi desde el taxi, paso por la Iglesia de Getsemaní, donde está la piedra sobre la cual Jesús pasó la noche anterior a su calvario, veo la bellísima Iglesia de María Magdalena, que es ortodoxa rusa y por eso sus siete torres culminan en forma de bulbo, como la famosa catedral de San Basilio de la Plaza Roja de Moscú, aunque en este caso son de un estruendoso dorado. La mandó construir en el siglo XIX el zar Alejandro III de Rusia en honor a su madre, la emperatriz María Alexandrovna. Hoy funciona como convento y sólo admite visitas los martes y jueves durante dos horas de la mañana, según averigüé después de dos inesperadamente empinadas ascensiones a pie por el mismísimo monte bíblico para intentar visitarla. Por tanto, de ella me despediría sin haberla conocido, el mismo martes casi de madrugada, cuando mi ómnibus lleno de colegas latinoamericanas ponía ruta hacia el Mar Muerto.

Pero entonces estaba yo aquel domingo dejando a mis espaldas Getsemaní y el Monte de los Olivos con su imponentemente níveo cementerio judío al lado, escalando la calle hasta la puerta de los Leones, que es desde donde empieza la Vía Dolorosa o el Vía Crucis. Uno entra y sabe que está en pleno Barrio Musulmán, y que unos 200 metros a su izquierda, detrás de un Muro, está el mismísimo otra vez Monte del Templo, el que antecede a la Mezquita de la Roca, desde donde Mahoma ascendió a los cielos, donde antes de la mezquita estaba el legendario Templo de Salomón, el más sagrado para los judíos. Pero también uno sabe que cien metros más adelante, del lado derecho está la que fue la casa de Ana, madre de María, y un poco más adelante el sitio de la condena, la primera estación del Vía Crucis.

El Vía Crucis tiene 14 estaciones, y las cinco últimas están dentro de la Basílica del Santo Sepulcro. La 14 es la tumba de Jesucristo.

No hay como hacer el Vía Crucis para entender que muros adentro de la Ciudad Vieja de Jerusalén la vida sigue, más allá de los conflictos puntuales. Hay niños árabes y niños judíos con remeras de Ben 10 que juegan junto a las enormes cruces (réplica de la que cargó Jesús) de la segunda estación, que descansan sobre la pared a la espera de que algún peregrino tome una o al menos pruebe su peso y su tamaño, porque fue precisamente allí dónde Jesús comenzó a cargarla. Me impresionó tocarlas. Creo que alcancé a mover una y asustarme de que se cayera.

Hasta casi la tercera estación, el camino es en línea recta y el primer cambio de rumbo (en línea casi recta a la izquierda) se comprende con bastante facilidad. Pero una vez allí uno ya está absorbido por el laberinto de pequeños caminos, arcos, pasadizos, escaleras de piedra que llevan a otros laberintos, unos techados y otros no, que desconciertan a pesar de las placas de mármol que indican el número de estación en que uno está. Quería compenetrarme con la primera caída (tercera estación), el momento en que ve a su madre (cuarta), en el que Simón de Cirene lo ayuda a cargar con la Cruz (quinta), en el que una mujer de nombre griego Vera Nika enjuaga su rostro con un paño (sexta), cuando cae por segunda vez (séptima), cuando consuela a las mujeres de Jerusalén que lo acompañan y lloran (octava), cuando cae por tercera vez (novena estación). Pero si bien la llegada a cada estación es un temblor, y una lágrima, y un recuerdo, estos sentimientos vienen luego de algún periplo mucho menos religioso, al retomar el rumbo perdido que me llevó por calles comerciales del barrio armenio y del musulmán, con mujeres y muchachas, algunas vestidas completamente de negro, junto a adolescentes de championes Nike y remeras del Che o de Cold Play que entran y salen de zapaterías como las que se ven aquí en 18 de Julio o humeantes puestos de comida. Me llevaban como en una ola, desde todas partes. “Esta gringa que no se mueve”, pensarían sin sorpresa ni asombro, porque ahí nada resulta raro ni exótico, ni antiguo, ni moderno, ni bizarro. Ahí todo sucedió y todavía esperan que suceda mucho más.

Al principio me indigné pensando en lo irrespetuoso de que hubiera zapaterías en la Vía Dolorosa. Después ya sabía que si veía una o un puesto de DVD truchos era porque me había desviado, y me dejaba llevar un poco por los olores, el arcoiris de golosinas y los productos chinos.

El problema era volver a encontrar el rumbo tanto geográfico –la siguiente estación de la Vía Dolorosa de la que estaba desviada- como el del recogimiento al revivir la Pasión en medio de tanta vida, tanta diversidad y tanta energía cotidiana. A veces me ayudaba la banderita enarbolada por una guía alemana o italiana. Otras, la soledad y el silencio de una calleja sin comercios o vacía de gentes y carteles.

Hay que estar adentro de aquel laberinto para entender por qué la Basílica del Santo Sepulcro resulta tan difícil de identificar. Sus puertas principales y flancos están tapados por paredes apoyadas sobre ellos en épocas de imperios anticristianos, y para defenderlas de ataques literales.

De hecho, en su interior se produjeron incendios y batallas cuerpo a cuerpo, incluso a mediados del siglo XIX, entre israelíes y jordanos, durante la Guerra de los Seis Días, en 1967. Además, se trata de un conjunto religioso que incluye a varias iglesias y capillas, algunas superpuestas a lo largo de unos 1.700 años (la primera versión edilicia es del siglo IV). Para completar su complejidad, por otra parte, se trata de un sitio administrado por varias ramas cristianas (franciscanos, ortodoxos griegos, armenios, coptos), un colegiado que tiene su explicación igualmente compleja, tanto como la historia de Jerusalén, lo que es decir.

Pero más tarde o más temprano uno llega a una pequeña explanada y por la que sería una puerta lateral ingresa a la basílica, y allí mismo se topa con la llamada piedra de la unción, una lápida de mármol rosáceo, sobre el suelo y sobre la que penden unos inciensarios, adonde las mujeres (María, María Magdalena y otras) fueron a ungir el cuerpo de Jesús con hierbas aromáticas para prepararlo luego de ser bajado de la cruz. A la derecha, subiendo una escalera, el sitio de la Crucifixión. Alli crucificaron a Cristo y uno está parado enfrente, mirando hacia arriba la cruz que hay ahora con su imagen, y uno cree que no es uno, o que no está donde está. Pero uno está allí y allí crucificaron a Cristo. Eso es así porque así uno lo siente si está allí. Y así lo dijeron los arqueólogos, pero eso entonces no importa. Importa que uno está allí. Y que así fue.

Volviendo unos metros para atrás, bajando las escaleras, se ve la capilla más inquietante, a la que todos miran y en torno a la cual la gente camina mirando de frente por no darle la espalda, la gente camina para atrás si es necesario. Es la capilla donde está el propio sepulcro. La entrada está cubierta por una especie de cortina de terciopelo y los peregrinos entran en ella sólo de dos en dos como a una tienda, por la cortina, custodiada por un religioso ortodoxo griego que avisa a los que demoran demasiado en el interior. Allí sólo hay lugar para la tumba, como una cama de mármol y dos personas, uno junto a la otra. Y uno allí siente que está solo con Cristo. Y entonces uno, ante él, y solo ante él, por más alejado que esté de los cultos, siente la necesidad de arrodillarse y besar la piedra. Y uno lo hace en nombre de uno y de todos los que fueron allí con uno. Y uno siente que después de estar allí no será nunca el mismo.

BIENVENIDAS. Pero la tarde empieza a llamar, y al cruzar los muros de la Ciudad Vieja, la bellísima Getsemaní y detrás la rusa María Magdalena me digo que llevo un buen retraso. Una hora después de aquel periplo inolvidable espera el principio del otro viaje, el del Israel que vive hoy aunque recuerda.

Las invitadas debemos estar a las siete en el lobby del hotel para asistir a la cena de bienvenida con nuestros anfitriones, algunas autoridades del Departamento de América Latina del Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel.

No tuvimos ningún problema en reconocernos y, hablando las 13 y el uno a la vez, cuando subimos al ómnibus ya estábamos en plena confianza.

domingo, 31 de octubre de 2010

Israel no es siempre un lugar fácil. Pero cuando es bueno, es realmente bueno.

por Tara Eliwatt
Shana, la matrona del hospital, me dijo en tono fuerte que me sentara. Yo estaba asomándome en las oficinas del hospital, esperando que algún oficinista se diera cuenta y llamara mi nombre. Había estado esperando 45 minutos para ver al doctor para que revisara mi ultrasonido. Siendo una reciente inmigrante de Estados Unidos, yo estaba pasada en 5 días de la fecha probable de parto de mi primer hijo Sabra (nacido en Israel).
“Te llamaremos cuando estemos listos. No nos hemos olvidado de ti”, ella me miró enojada como si hubiera cometido un crimen y luego rápidamente guió por el pasillo a una mujer en trabajo de parto hacia la sala de parto. Ella ayudó a la mujer con sus brazos y murmuró suavemente en hebreo.
Yo me senté, derrotada y enojada. Sólo quería saber lo que estaba pasando. No había lista de entrada, ni números electrónicos de llamada. Sólo un montón de gente sentada en una sala de espera de hospital sin ningún orden particular, esperando ser llamados a la oficina del doctor. ¿Cómo sabían a quién debían llamar primero? Podría estar esperando toda la tarde. ¿Acaso ella no podría, por lo menos, hablarme en un tono más tranquilizador?
La última vez que traté de ser enérgica, me tomó 30 minutos reunir el valor para invadir la oficina del doctor y luego – el doctor me gritó de vuelta, “¡Por favor siéntese y espere su turno!”. Pero, ¿cuándo es mi turno?
Realmente Bueno
Una hora después de finalmente ver al doctor y salir del hospital, volví a la división de maternidad para encontrarme con Shana. Me encaminé nuevamente hacia las oficinas interiores, esta vez con gran determinación.
Casi no pude hablar. Shana dejó todos sus papeles y corrió hacia mí. “¿Está todo bien?” me preguntó mirándome y observando a mi marido que equilibraba una maleta y dos bolsas. “Pensé que el doctor te había mandado a casa”.
“Creo que llegó el momento”, dije entre dientes mientras respiraba profundamente.
Rápidamente me tomó del brazo y me llevó a su oficina.
“¡Increíble! ¡Qué emocionante!” Ella me sonrió como si fuera su hermana. Apuró a otra nueva mamá para que saliera de la sala de parto y le dio órdenes a los limpiadores para que prepararan rápidamente la sala. Se quedó conmigo hasta el final de su turno y luego prometió visitarme al día siguiente.
La noche siguiente, Shana vino a verme.
“¡Mazal Tov! Supe que estuvo bien. Te ves increíble. ¡Déjame verla!”. Conversó conmigo diez minutos antes de volver a su lugar de trabajo.
Y ahí fue cuando me di cuenta.
Cuando yo realmente necesitaba atención y ayuda, no había filas, ni tonos fuertes, ni confusión, ni esperas. Yo era el centro del mundo, un miembro de la familia. No había duda.
La semana siguiente, mi vecina israelí, Ronit, tocó mi puerta.
Era Motzei Shabat (sábado a la noche al término de Shabat). Yo estaba tirada en el sofá con mi bebé de una semana acostada en mis brazos. En el piso habían esparcidos pedazos de playmobil y piezas de lego y la mesa del comedor estaba cubierta con comida en fuentes de aluminio y pedazos de papel aluminio.
Cuando entró, me levanté rápidamente y traté de sacar las chaquetas y piezas de rompecabezas del sillón pero ella me hizo a un lado. Ella agarró las chaquetas y las colgó. Luego examinó el desorden mientras me preguntaba en hebreo cómo me sentía.
Momentos después, su marido llegó con sus tres hijos y una botella de whisky. Habían venido a hacer un Lejaim con mi marido por el nacimiento de nuestro nuevo bebé.
Ronit, al darse cuenta que los platos estaban apilados en mis dos lavaplatos, tomó una esponja.
“¡No, No!”, le rogué. “Los voy a lavar después que acueste a los niños”.
Pero ella ya estaba poniendo el jabón sobre los platos. “Quiero lavarlos”, me insistió, mientras fregaba. “Me alegra hacer esto”.
Apelé diciendo, “Tengo mucha energía, gracias a Dios. Yo quiero lavarlos. ¡En serio!”.
Pero ella me miró como diciendo. “¡¿Realmente piensas que te creo eso?!”.
Mi marido se estaba riendo en la sala, sirviendo otro trago para nuestro vecino. Le llevé al bebé y corrí a la cocina para guardar los platos.
“No, no. Siéntate”, me regañó mi vecina.
Pero, ¿cómo podía sentarme mientras ella limpiaba la pegajosa suciedad de mis platos, sacaba los guisantes y el arroz de mi colador y botaba los panes verdes que habían quedado afuera toda la semana? ¡Era una deshonra!
Y luego, tan rápido como vino, se fue.
Miré alrededor en mi brillante cocina y me sentí secretamente feliz de que mi vecina hubiera ignorado mis ruegos. Mi marido se limpió una lágrima de su ojo.
“¡Qué buena gente!”, dijo suavemente entre dientes.
“Sí…”, asentí, disfrutando la tranquilidad que acompaña a una cocina limpia. Y en ese momento, decidí que esperas caóticas en salas de hospital y largas filas no eran tan malas después de todo. De hecho, me beneficié enormemente y empecé a apreciar mi entrenamiento en terreno sobre la energía israelí.
Más aún, con mayor entrenamiento, podría ser más como Ronit, mi vecina – una persona que utiliza sus capacidades energéticas para hacer buenas acciones.
Israel no es un lugar fácil. Pero cuando es bueno, es realmente bueno. Y ese “bueno” es lo que hace la vida aquí tan especial.

domingo, 29 de agosto de 2010

Hemos recorrido un largo camino

por Tara Eliwatt


Mientras revisaba la cabeza de mi hija para ver si tenía piojos bajo la luz fluorescente del baño, con sus gritos repercutiendo en los azulejos y haciendo eco por la casa, murmuré:

No creo que vaya a lograrlo en Israel.

Tenía muchas tareas que terminar antes de ir a dormir. Revisar cada hebra de pelo, peleando con mi hija de cinco años, me sacaba de quicio.

Recuerdo haber insertado el peine para piojos en el cuero cabelludo de mi hija pensando melancólicamente en mis amigas en Nueva Jersey, hablando inglés sin tener que buscar una de cada dos palabras en el diccionario, dando a luz en inglés y llevando a cabo la rutina de acostarse sin tener que estar buscando liendres.

Una amiga me dijo el otro día que una nueva familia llegaría esa tarde de Aliá. Me acordé de la excitación y las expectativas que sentimos cuando nuestro vuelo tocó la pista de aterrizaje en el aeropuerto Ben Gurión hace seis meses. Cómo nos bajamos del avión y entramos a una vida completamente nueva. Recuerdo el cansancio y el calor de Israel, nuestro pequeño departamento con colchones en el piso de la cocina, el jet lag causado por el viaje y el sentimiento de estar completamente perdida.

Y con una lágrima en mi ojo, reconocí cuán lejos habíamos llegado en seis meses.

Desde que llegamos a nuestro Ishuv (asentamiento) hace seis meses, en tres taxis con 17 maletas, 6 bolsos de mano y 3 sillas de auto para bebé, agotados y acalorados, hemos logrado mucho. Nos hemos mudado dos veces, desempacamos nuestra carga de 125 cajas, fuimos a comprar muebles en una idioma extraño, abrimos una cuenta de banco, obtuvimos seguro médico, compramos un auto usado, arreglamos el auto usado, dimos a luz a un nuevo bebé (nuestro primer sabra), vivimos una guerra y experimentamos el primer viaje de negocios de mi marido de vuelta a Estado Unidos.
Sin mencionar que observamos a los niños acomodarse en nuevas escuelas, hacer amigos y aprender hebreo.

Ahora puedo llamar a la compañía de gas para conectar mi asador a la cañería de gas, a la tienda de muebles para preguntar cuando van a entregar nuestro guardarropa y a la compañía de teléfono para objetar una cuenta de teléfono. Todo esto en hebreo. No un gran hebreo, pero hebreo al fin. He recorrido un gran camino desde el aeropuerto Ben Gurión.

Mis hijos todavía no hablan hebreo fluido, pero no parece importarles. Tal como yo, saben qué decir en hebreo para lograr que sus necesidades diarias se satisfagan. Tienen muchos amigos israelíes y van a la escuela felices. Cada día, mi hija me dina nueva palabra que entiende y una nueva palabra que puede decir. Nos maravillamos con su hermoso acento israelí, admirando sus pronunciadas “erres” y sus perfectas “jotas”.

Hemos aprendido a mantenernos tranquilos y a sonreír cuando tenemos nuestros “momentos israelíes".

¿Por qué querría alguien explotar mi libro de matemáticas y mi sándwich de atún?

Como el mes pasado, cuando mi hijo olvidó su mochila en la parada del autobús. Nos dimos cuenta sólo al día siguiente cuando ya era demasiado tarde. Sus compañeros nos informaron que la fuerza de seguridad del Ishuv había detonado la mochila junto con su nuevo abrigo que estaba encima.

“¿Qué?”. Los ojos de mi hijo observaron con confusión. Me di cuenta que estaba pensando, ¿Por qué querría alguien explotar mi libro de matemáticas y mi sándwich de atún?

“Se veía sospechoso”, traté de explicarle. Él empezó a llorar, temiendo qutendría que volver a hacer todo el trabajo que había realizado desde septiembre.

Le dije a mi hijo. “Gracias a Dios, aquí están preocupados de nuestra seguridad. Y deberíamos estar contentos y agradecidos”.

Volvió a la parada del autobús y recolectó lo que quedaba de su mochila, incluyendo un pedazo de cierre y una hoja de trabajo de matemáticas arrancada. Sus amigos le enseñaron la palabra en hebreo para “explotar”. Mi marido y yo sonreímos con complicidad… sólo en Israel.

Esta tarde, encontré un bicho en el pelo de mi hija.

“Wuaj”, ella puso caras y se fue. Mi hijo llevó el pañuelo desechable al baño y yo continúe pasando el peine a través de su pelo dándole a ese bicho y al que le siguió poca fanfarria. Mi hija ha madurado para aceptar estas revisiones tal como los libros antes de acostarse y los dulces en Shabat (a pesar de ser mucho menos placenteras), e irónicamente, yo he llegado a apreciar ese momento especial de madre – hija que compartimos (mientras yo no tire accidentalmente un pelo de su cabeza).

Sabemos que tenemos un camino mucho más largo que recorrer y mayores desafíos que superar. Pero ahora que hemos tomado la decisión, tenemos más confianza para forjar el futuro y establecer nuestras vidas aquí en Israel. Estamos menos exhaustos y menos abrumados. Entendemos que la Aliá es un proceso que no termina cuando te bajas del avión o cuando te llegan los pasaportes israelíes por correo. De hecho, apenas hemos empezado nuestra Aliá. Pero es un buen comienzo, gracias a Dios.

En algún lugar sobre el arcoíris, aterricé en la tierra de Israel.
por Ester (Ellen) Katz Silvers
Habiendo crecido en los sesenta, yo, al igual que un sinnúmero de jóvenes, esperábamos esa especial tarde de domingo de primavera cuando “El Mago de Oz” iba a ser exhibido en la televisión. Recuerdo claramente las mañanas de lunes que seguían a esos especiales espectáculos. Ninguna profesora podía atreverse a enseñar una lección normal sin permitir primero un tiempo de discusión sobre la película. No sé si eso ocurría en otras escuelas a lo largo del país o sólo en las que estaba en mi estado. Éramos especiales. Así como para Dorothy de El Mago de Oz, Kansas era nuestro hogar.

Pero a diferencia de la mayoría de mis compañeras, Kansas no había sido el hogar de mi familia por generaciones. Mis abuelos maternos habían nacido en Europa y lentamente se hicieron camino a Leavenworth, Kansas. Mi padre voló de la Alemania Nazi en 1937 y llegó a Wichita donde conoció a mi madre.

También, a diferencia de mis compañeras, yo no veía mi futuro en Kansas. Incluso antes de entender lo que significaba la universidad mi madre empezó a adoctrinarme para ir a una universidad fuera del estado. Ella sabía que las probabilidades de que me casara en la universidad eran altas y había muy pocos estudiantes judíos en las universidades de Kansas.

Así que a la edad de casi 18 años, dejé mi casa y fui caminando sobre el arco iris – hasta Arizona, sin ni siquiera un perro que me hiciera compañía.

Extrañé mi casa al comienzo. Luego de un tiempo corto, tal como había visionado mi madre, conocí a un hombre que posteriormente se convirtió en mi esposo. Juntos empezamos a aprender más sobre nuestra herencia judía. Los dos empezamos a comer Casher y a cumplir Shabat. Cuando nos casamos decidimos establecer nuestro hogar en Phoenix y unirnos a la pequeña comunidad ortodoxa de ahí. Vivimos ahí por 12 años y luego decidimos hacer Aliá.

Sí, me estaba yendo a mi hogar en la tierra de Israel, pero estaba dejando atrás a mis padres.

Nunca olvidaré ese día en 1986 en el aeropuerto de Wichita. Despidiéndome con besos de mis padres, fue una de las cosas más difíciles que he hecho. Me sentía como Dorothy diciéndole adiós al león, al hombre de hojalata y al espantapájaros. Sí, me estaba yendo a mi hogar en la tierra de Israel, pero estaba dejando atrás a mis padres. ¡Mis padres! Nuestra relación ni siquiera se podía comparar con la amistad que tenía Dorothy con sus amigos de la Tierra de Oz.

Hubo muchos ajustes que hacer en nuestra nueva vida en Israel. Mientras pasó el tiempo, nuestro hebreo mejoró, nos empezaron a gustar nuevas comidas y encontramos la comunidad de Shiloh para formar nuestro hogar. Todo parecía hacerse más fácil cada año excepto una cosa, que no era un tema menor: nuestros padres. Se hizo más y más difícil para ellos viajar.

Yo y mi marido hacíamos turnos para visitarlos, usualmente con un niño a remolque. Cada vez que mi visita terminaba yo recordaba esa escena del aeropuerto de Wichita en 1986. Sólo ahora las palabras de Dorothy, dichas antes de que juntara sus tacones tres veces para irse a casa, rondaban mi cabeza. “Oh, va a ser tan difícil decir adiós. Yo también los quiero a todos”.

Con los años aprendí a controlar mis lágrimas mientras me despedía de mis padres. Cada vez que abordaba el avión sentía una mezcla de culpa por dejarlos y de alegría por volver a casa. Me gustaría que con sólo hacer sonar mis tacones pudiera estar allá. Cada vez después de aterrizar en Ben Gurion, más de las palabras de Dorothy corrían por mi mente. “Toto, estamos en casa, y este es mi cuarto y están todos aquí y yo nunca me voy a ir, nunca más, porque los quiero a todos”.

Cómo deseaba no tener que irme nunca, nunca más. Mi madre murió el 2000 y extrañaba el no poder visitarla. Traté de hablar con mi padre para convencerlo de que se viniera a Israel con nosotros. Él tenía miedo de hacer un cambio tan grande y se quedó en su casa solo hasta el año 2007, cuando el doctor le dijo que tenía sólo un par de meses de vida.

Trajimos a mi padre a Shiloh a vivir con nosotros. Después de 20 años de ver a su hija y a sus nietos solo esporádicamente mi padre nos estaba viendo a diario. Tal vez fue todo el amor que recibió aquí el que probó que el doctor estaba equivocado. En vez de un par de meses mi padre tuvo 11 meses especiales con nosotros.

Algunos judíos tienen el privilegio de vivir aquí. Otros tienen el honor de ser enterrados aquí.

Mi padre fue enterrado en el cementerio de Shiloh en un funeral al que asistieron amigos, vecinos, rabinos y familia, y una vez que terminé el período de shivá me enfrenté a un problema. Mi madre y mi padre habían sido una pareja muy devota. Correspondía que estuvieran juntos, uno al lado del otro eternamente. Entonces inicié el proceso de traer a mi madre aquí para re-enterrarla.
No era fácil – el proceso era complicado y caro. Fue mi tío el que me impulsó a seguir con el plan.

Ocho años y un día después de que mi madre murió, fue re-enterrada junto a mi padre en la Tierra de Israel. Algunos judíos tienen el privilegio de vivir aquí. Otros tienen el honor de ser enterrados aquí. Existen aquellos que sólo vendrán al final de los días con la resurrección de los muertos.

Hubiera sido lindo si yo hubiera tenido generaciones de mi familia en Israel como mis compañeros no judíos tenían en Kansas. Por siglos esa no era una realidad para los judíos. Pero ahora lo es. Podemos venir todos a casa. Como dice Dorothy al final de la película, “No hay lugar como el hogar”.
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