domingo, 12 de febrero de 2012

Perdido en Jerusalén



Un viajero escéptico llega a visitar la capital de Israel. Lo cautivó deambular por la Ciudad Vieja, tanto, que luego le fue difícil irse.

Como viajero voy casi a cualquier parte en cualquier momento. ¿Pasear a caballo por las montañas de Kirguistán? ¿Por qué no? ¿Pasar la noche en una ciudad fronteriza de Birmania? ¡Seguro! De hecho, de todos los aproximadamente 200 países del mundo, solo hubo uno - además de Afganistán e Irak (que mi esposa considera demasiado peligrosos)- en el cual no tenía ningún interés en visitar: Israel.
Ello sorprendió a amigos y molestó ligeramente a mis padres, quienes lo visitaron con mucho gusto. Como judío, en especial uno que viaja constantemente, se esperaba que al menos tuviera bajo mi radar al Estado judío, aunque no fuera porque planeara un peregrinaje en el futuro muy cercano. "¡Hay comida increíble en Tel Aviv!", decían.
Sin embargo, para mí, un judío profundamente laico, Israel se ha sentido siempre menos como un país que como una carga dudosamente política. Luego, el otoño pasado, mi amigo Theodore Ross -el autor del libro próximo a salir a la venta, Am I a Jew (¿Soy judío?)- me sugirió que fuera a Jerusalén. Y, de pronto, reservé un vuelo. Pasaría seis días en el lugar más sagrado del planeta, y, rodeado de los muros de piedra de 500 años de antigüedad de la Ciudad Vieja y legiones de cristianos, judíos y musulmanes. Sería el solitario no creyente.
No obstante, la propia Ciudad Vieja resultó ser, al menos en términos geográficos y arquitectónicos, el tipo exacto de lugar en el que me siento a gusto. Dentro de esos muros de 12 metros de altura estaba el laberinto compacto que había esperado. Fue un placer visceral dominar sus senderos, moverse por las calles cubiertas y atestadas del mercado, pasando por la tienda de "kebabs" de corderos asados al carbón (¿el nombre? "Tienda de Kebabs", dijo su chef) y luego subir la escalera, que se puede pasar con facilidad, en la calle Habad, hacia los techos vacíos por arriba del mercado mismo, donde apenas se filtra el ruido del comercio.
Me encantó sentir las piedras desgastadas resbalar bajo mis zapatos y el olor astringente de las hierbas al pasar junto a mujeres palestinas que vendían manojos de salvia cerca de la Puerta de Damasco.
La frontera entre lo moderno y lo medieval era poco firme aquí. Había cibercafés colocados en recovecos cavernosos; se vendían carneros, leones y burros (en realidad, Burro de "Shrek") de peluche en puestos del mercado; soldados israelíes merodeaban con ametralladoras dentro de las antiguas puertas fortificadas.
E igual de fluidas -para mí, aunque no para los habitantes-, eran las líneas entre los barrios. Daba vuelta en una esquina y, de pronto, me encontraba en la nueva construcción del Barrio Judío, donde placas informativas detallan la historia de sinagogas reconstruidas. Otra esquina, y terminaba en el Barrio Armenio, demasiado tranquilo, donde, se dice, los patios cerrados contienen redes de calles secretas a las que nunca penetraría.
La Ciudad Vieja sí presentó un problema: no podía salir. No es que no pudiera encontrar el camino, sino que seguía distrayéndome, y felizmente. Había venido a este lugar para deambular por sus calles serpenteantes sin el beneficio de un mapa o una guía turística para permitirme saber dónde estaba, y cada descubrimiento de un punto de referencia de fama mundial hacía que me parara en seco. ¿La iglesia del Santo Sepulcro? Dios santo, estaba justo ahí, a unos cuantos pasos de la Tienda de Kebab, un emblema vasto y severo de la cristiandad.
Cerca, se encontraba la iglesia luterana del Redentor, ahora mi iglesia favorita en todo el mundo. Construida en el mero final del siglo XIX, es imposiblemente elegante y sobria, con arcos de piedra gris pálido, casi sin ornamentación aparte de las ventanas pequeñas, terminadas en punta y vitrales de colores brillantes.
"Todos los idiomas están bajo la luz de Dios", dijo Rafiq, el anciano que me recibió. Traducción: aún si no entendía las palabras, me llegaría su significado.
La transición de la Ciudad Vieja a la nueva fue asombrosa. Al salir por una de las puertas del siglo XVI, donde aún se controla el acceso -la turística de Jaffa, la transitada de Damasco, la histórica de Sion, por donde entraron los soldados israelíes en 1967-, salté hacia adelante, a un mundo distintivamente moderno, de pasos peatonales y semáforos, edificios del siglo XIX y macizas torres de departamentos, parques verdes y oficinas municipales, sitios de "falafel", tiendas de teléfonos celulares y un sistema nuevito de tren ligero.
Aquí predominaba la sociedad laica, aunque muchos universitarios usaban kipá y las chicas, faldas largas, aunque a la moda de vanguardia. En medio de los salones de yogurt congelado y "focaccerisas", bajo el sol brillante, con señalizaciones en hebreo por todas partes, Jerusalén se podía sentir como una ciudad olvidada de California, poblada por judíos.
Sin embargo, a medida que paseaba, pude sentir que esa imagen era, en muchas formas, una fachada. No estaba en California. Los bajos edificios beige del Este árabe de Jerusalén cubrían las colinas a poca distancia, y en los días claros podía ver el muro sinuoso y ominoso que separa a Israel de Cisjordania. Más cerca, otras diferencias se hicieron patentes.
En ocasiones, a sólo una manzana de la calle Jaffa -uno de los primeros barrios construidos justo afuera de la Ciudad Vieja en el siglo XIX, ahora un centro de vida nocturna y para comer-, las calles se volvieron, repentinamente, ortodoxas, con prácticamente ninguna cabeza sin cubrir a la vista.
La mayoría del tiempo que pasé en la ciudad nueva, y, en especial, alrededor de la calle Jaffa, lo dediqué a una cosa: a comer bien (en parte porque la Ciudad Vieja, siempre turística, cierra al oscurecer).
En sabbat, cuando cierra la mayoría de los restaurantes, encontré al Barood, el acogedor vecino del Adom, todavía abierto y lleno, excepto por un solo lugar en el bar. Me acerqué, ordené un excelente platillo palestino "volteado" de arroz y pollo, e interrogué a la cantinera, Shelly, sobre bares locales.
Así encontré el Sira, cuyo interior oscuro, de roca rugosa y banda musical de Radiohead y Devendra Banhart, evocaba recuerdos de lugares parecidos en Berlín, Budapest y mi hogar, Brooklyn.
Sira se convirtió instantáneamente en mi destino favorito para las noches. Podía (y lo hice) sentarme por horas a hablar con el cantinero, Yonaton, recién salido del ejército tras cinco años, y listo para la universidad, y con Michael, un fotógrafo, experto en tecnología y Hannah, un inmigrante canadiense con quien hablé de nuestros complejos sentimientos sobre el judaísmo mientras bebíamos bastantes cervezas lager Goldstar, tantas que no recuerdo con precisión cuáles eran esos sentimientos.
En la ciudad que nunca pensé que visitaría, había encontrado un lugar del que no quería irme. *The New York Times
LO QUE HAY QUE VER EN UN DÍA
Si el tiempo que tiene no le permite estar en la ciudad más de un día, este puede ser un recorrido a tener en cuenta.
Como primer punto puede visitar el Monte de los Olivos, sitio donde tendrá una vista panorámica de la antigua y nueva Jerusalén.
Luego ingrese a la Ciudad Vieja a través de la puerta de Jaffa.
Continúe hacia el Muro de los Lamentos y luego hacia el barrio cristiano. Allí tendrá la oportunidad de estar en la Vía Dolorosa y en la Iglesia del Santo Sepulcro.
Desde ese sitio prosiga a la ciudad nueva: vaya al Parlamento y al Museo y Memorial del Holocausto, Yad Vashem.

Israel evalúa posibilidad de atacar Irán

Tensión. El gobierno de Netanyahu advierte que el programa nuclear es una amenaza

Ag-Cabanah
A gente como Bibi Netanyahu, Moshe Yaalon y Ehud Barak hay que tomarla en serio cuando dice que está tras las pistas de alguien. Tienen el gatillo fácil si piensan que la existencia misma de Israel está en peligro.
Esto, a pesar de que ese Estado tenga uno de los mejores ejércitos y uno de los mejores servicios de espionaje del mundo, y también unas cuantas bombas nucleares, ocurre con frecuencia. Ahora el trío dirigente del gobierno israelí da a entender que atacará Irán en algún momento de los próximos meses para frenar el programa nuclear de los ayatolás y, le guste o no, el resto del mundo debe incluir eso en sus previsiones.
Esta guerra ha comenzado de hecho. Israel la libra en dos terrenos en los que sobresale: la propaganda y el espionaje. A rastras, Estados Unidos y la Unión Europea acaban de alistarse al decidir bloquear los negocios con el banco central de Irán y no comprar un solo barril de petróleo persa.
Lo seguro es que los gobernantes israelíes piensan que el programa nuclear iraní supone una "amenaza existencial" para su país y que la ansiedad crece en buena parte de sus compatriotas. También es seguro que Tsahal tiene listos los planes para un bombardeo aéreo de instalaciones iraníes. Y que, entretanto, el Mosad zancadillea ese programa nuclear.

Con sabotaje de centros industriales, asesinatos de científicos y uso del virus informático Stuxnet, la fase secreta de la guerra contra Irán comenzó la pasada década, después de que los servicios de inteligencia de Estados Unidos e Israel llegaran a la conclusión de que Irán tenía una planta de enriquecimiento de uranio en Natanz, a unos 250 kilómetros al Sur de Teherán. Ni unos ni otros creyeron al régimen de los ayatolás cuando dijo que solo estaba interesado en el uso civil de la energía nuclear.
Era una desconfianza sensata. El Irán jomeinista tiene un montón de razones para querer hacerse con armas nucleares. Empezando por su voluntad de ser una potencia regional y terminando por su temor a ser víctima de una agresión bélica norteamericana o israelí.
Justificar. Los preparativos se han acelerado desde que, el pasado noviembre, la Agencia Internacional de la Energía Atómica certificó que el programa nuclear iraní tiene fines militares. Ha llegado al convencimiento de que, dentro de un año, ya nada ni nadie podrá impedir que Irán se dote del arma nuclear.
Límite. Sin embargo, un reportaje de Time asegura que Israel no tienen recursos para atacar a Irán. Para empezar, el régimen iraní ha repartido ese programa entre numerosas instalaciones dispersadas a lo largo y ancho de ese amplio país. Y las más importantes están construidas bajo tierra, profundidades que las hacen casi invulnerables.
Y luego están las limitaciones de la aviación israelí.
El problema estriba, como señala Time, en que resulta difícil imaginar que esas unidades pueden estar yendo y viniendo días y días, semanas y semanas, teniendo que repostar una y otra vez en el aire a muchos de sus aparatos.
Así que Israel podría lanzar un ataque aéreo puntual que dañara unas cuantas instalaciones.
El programa nuclear iraní sufriría así un retraso de algunos meses, quizá un año, pero no más, según fuentes norteamericanas.
Solo Estados Unidos podría causarle un daño más serio, pero a costa de emplear durante largo tiempo todo su potencial con misiles y desde aviones. Quedaría, pues, el recurso a la invasión terrestre, a la guerra total, algo inalcanzable para Israel e impensable hoy para Estados Unidos.
Esto es, no sería descartable una guerra total en Oriente Próximo. Como tampoco una campaña de acciones terroristas en el resto del mundo contra objetivos israelíes y judíos.
Por no hablar de un intento de cierre del estrecho de Ormuz por parte de Irán con la subsiguiente crisis petrolera planetaria. Asimismo Irán podría sabotear refinerías y oleoductos.
A Obama, por su parte, no le gusta la próxima guerra, intuye que será tan desastrosa o más que la de Irak. A mediados de enero, telefoneó a Netanyahu para advertirle de que no debe atacar a Irán por su cuenta.
Y con ese mensaje envió a Israel, días después, al jefe del Estado Mayor norteamericano, Martin Dempsey.
Pero Netanyahu no oculta su disposición a actuar por sorpresa y sin permiso.
La cifra
5 científicos iraníes han sido asesinados desde 2007 y otros tantos heridos.
Teherán: científicos en la mira
Madrid | Por su propia naturaleza, la guerra secreta es muy sucia. Y lo más sucio de esta son los asesinatos de científicos iraníes. Han ido cayendo Ardeshir Hosseinpour (2007), Masud Ali Mohammadi (2010), Majid Shahriari (2010), Dariush Rezaeinejad (2011) y Mostafa Ahmadi-Roshan (2012). El hoy director de la agencia atómica iraní, Fereydun Abbasi-Davani, fue gravemente herido en noviembre de 2010. Y el general Hassan Moghadam pereció en noviembre de 2011, en la explosión de un cuartel de los Guardias Revolucionarios.
El modus operandi en los asesinatos de la mayoría de científicos ha sido el siguiente: unos motociclistas se acercan al coche de su objetivo, le adosan una bomba magnética, aceleran para alejarse y no tarda en producirse una explosión.
Estados Unidos ha negado con vehemencia estar detrás de estas acciones. Su desmentido parece creíble y la práctica totalidad de los expertos las atribuye al Mosad. Como los agentes israelíes de la unidad especializada en sabotaje y asesinato, no pueden actuar en Irán, el Mosad ha reclutado a opositores iraníes.
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