lunes, 24 de octubre de 2011

Israel debe cambiar su postura ante situaciones de secuestros


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A cinco días del intercambio de prisioneros que permitió el regreso a Israel del soldado Gilad Shalit, el ministro de Defensa, Ehud Barak (foto), opinó que el Estado judío debe cambiar su postura ante situaciones de secuestros.
“Somos una nación que aprende y no deseamos repetir esto”, así que “haremos lo que debamos” para asegurarse de que nunca más Israel liberará un número tan grande de prisioneros a cambio de un rehén, le aseguró al Canal 2 de la televisión israelí en la noche de hoy, domingo.
El ex primer ministro aseguró que “Hamas entiende que no vale la pena intentarlo de nuevo”.
“Un país amante de la vida no puede continuar” liberando a más de 1.000 presos por un soldado, insistió.
“Este terreno resbaladizo tiene que parar, es necesario un cambio”, resumió Barak, quien estimó que Shalit probablemente haya estado cautivo en el sur de la Franja Gaza.
El ministro de Defensa negó que Israel se haya visto debilitado por el intercambio, sino que “se fortaleció la solidaridad”.
“Cumplimos con un código no escrito de protección de soldados que salen en misiones y terminan secuestrados; tenemos una obligación suprema para con ellos”, subrayó.
De todos modos, Barak admitió que la liberación de terroristas es un logro para Hamas, si bien prometió que los próximos 550 prisioneros de seguridad a ser excarcelados serán “mucho menos” peligrosos que los 477 primeros.

Israel y Palestina, las consecuencias morales de un canje



Si los palestinos obtuvieron una victoria política cuando reclamaron el ingreso a la ONU, Israel ha obtenido una formidable victoria moral canjeando a un soldado por mil palestinos, (1027 para ser más precisos). Si bien los líderes de Hamas festejan el acuerdo obtenido y el retorno de sus combatientes, queda claro que para la moral y para la historia Israel ha ganado la batalla probando que la vida vale y que esa vida debe ser respetada a cualquier precio.

En términos prácticos las negociaciones demuestran que un soldado de Israel vale por mil palestinos. No es Israel quien impuso esa proporción, sino los palestinos. Son ellos los que hoy festejan el retorno de sus combatientes, sin importarles o sin percatarse que de hecho están admitiendo la superioridad moral de su enemigo.

La relación de mil por uno es numérica, pero es también moral y política. Para que un acuerdo de esta naturaleza se haya llevado a cabo, es porque existen concepciones sobre la vida y sobre la muerte, sobre la sociedad y la trascendencia, que dan cobertura moral a determinadas soluciones. Es en ese sentido que hay que decir que la negociación entre palestinos y judíos puso en juego dos concepciones, dos visiones que incluyen a la política pero la trascienden.

Al respecto, no es ninguna novedad señalar que para los palestinos la vida de sus hombres está subordinada a la causa que dicen defender. Esa causa justifica no sólo la muerte de sus enemigos, sino el sacrificio de ellos mismos. Sus niños y adolescentes, también sus mujeres, son educados para el martirilogio. Hay que detenerse un instante a pensar sobre lo que significa un proceso de aprendizaje cuyo resultado consiste en la propia muerte en nombre de Alá.

Se dirá que todo proceso de liberación o toda lucha por ideales nobles exige arriesgar la vida. Es verdad. Pero una cosa es arriesgar la vida y otra muy diferente es sacrificarla. Es la sutil pero decisiva diferencia entre el guerrero y el suicida. Todo combatiente alienta la posibilidad de sobrevivir a la guerra. Esa esperanza otorga sentido a la lucha, ya que no hay coraje verdadero sin una cuota inevitable de miedo porque la valentía real exige sobreponerse al miedo de la muerte. Todas las estrategias militares clásicas parten de ese principio o de ese límite: los soldados en el campo de batalla pelean, no se suicidan. Desde Julio César a Napoleón, este principio orientó al arte de la guerra.

En el caso del suicida, esa lógica no existe; para el combatiente suicida su destino es la muerte, se ha preparado para morir y no sólo se ha preparado sino que, además, desea la muerte. El suicidio para el integrista constituye la verdadera salvación, la redención definitiva. Esa verdad la sabe él y su familia que celebra la marcha del hijo pródigo hacia la eternidad. Suicidas puede haber en cualquier sociedad, pero en este caso la diferencia está dada en que el suicidio es alentado desde la autoridad, desde el Estado.

El soldado profesional no es un suicida, ese es su límite. El límite obedece en el fondo a una concepción humanista que se impone a la lógica guerrera. Los generales pueden disponer de sus soldados para ir a la lucha, pero no pueden disponer de la vida de sus soldados. Esa diferencia es la que ha borrado el terrorismo suicida, que celebra jubilosametne la muerte de los otros y la suya.

La otra diferencia civilizatoria entre el soldado profesional y el terrorista se plantea en la relación que mantienen con los civiles. Los ejércitos profesionales combaten contra soldados profesionales y tratan de preservar a los civiles de la guerra. Este principio ha sido violado muchas veces, pero sobrevive, sobre todo en Israel. El terrorismo, por el contrario, no opera contra soldados profesionales sino que ataca objetivos civiles sin discriminar sexo o profesión.

¿Ejemplos? Entre los flamantes liberados se encuentran los autores intelectuales del atentado terrorista contra Dolphinarium, la disco de Tel Aviv. Como consecuencia del operativo murieron veinte jóvenes, cuya única culpa fue haber ido esa noche a bailar con sus amigos o sus parejas. Los judíos murieron, los terroristas se sacrificaron. Unos eligieron morir a los otros la muerte se les impuso. Los familiares de los judíos lloraron a sus muertos, los familiares de los terroristas los despidieron con cánticos y oraciones. ¿Se entienden ahora las diferencias culturales y civilizatorias? ¿Se entiende por qué la vida de un judío es equivalente a la de mil palestinos?

El sacrificio como virtud habilita a que la muerte sea deseada y celebrada. Desde esa perspectiva sería imposible que lo que hoy sucedió con Shalit se plantee a la inversa. Si por ventura Israel tuviera un prisionero palestino, la exigencia de canjearlo por miles de judíos no sería concebible, porque a los jefes de Hamas o Al Fatah no les temblaría la voz para dar la orden de sacrificar al prisionero en manos enemigas y el prisionero, por su lado, no esperaría otra cosa por parte de sus jefes.

No concluyen allí las diferencias. Israel tiene prisioneros palestinos, pero ellos son juzgados en tribunales constituidos por jueces que han enviado a la cárcel a más de un judío acusado de crímenes de guerra. El juicio se celebra con todas las garantías y a esas garantías el preso las mantiene en la cárcel. Los palestinos detenidos estudian, se casan, reciben visitas de familiares y de la Cruz Roja Internacional.

Ninguno de estos beneficios alcanzó a Shalit. El joven judío estuvo cinco años preso sin un tribunal que lo juzgue, sin recibir visitas de familiares o amigos y sin la posibilidad de ser asistido por los organismos de derechos humanos quienes, dicho sea de paso, nunca protestaron por esta situación, porque pareciera que a los terroristas palestinos les asiste el derecho de secuestrar y matar judíos sin rendir cuentas por ello. También en este punto las diferencias entre Israel y los palestinos son visibles y dan cuenta de dos concepciones antagónicas de la política y la vida. Durante cinco años Shalit fue un “desaparecido” público. Su cautiverio fue motivo de burlas, caricaturas ofensivas y antisemitas, y violaciones permanentes a sus derechos. El escarnio alcanzó a sus padres y a todos los que reclamaban por su libertad. Durante cinco años no lo dejaron hablar con sus familiares y si preservaron su salud fue para poder hacer posible el canje. Salvo Israel, nadie pidió por la vida de este pobre muchacho. Los supuestos barcos solidarios con la Franja de Gaza se negaron a entregar una carta de los padres de Shalit a su hijo.

En Israel la decisión de aceptar el canje en estas condiciones fue motivo de debates y enconadas discusiones que aún no se han saldado. Familiares de víctimas del terrorismo y políticos religiosos y laicos han protestado por la decisión del gobierno de Netanyahu de aceptar un canje en estas condiciones. Los opositores al gobierno han advertido que los terroristas liberados van a volver a las andadas como ya lo han demostrado en otras ocasiones. Al respecto, se recuerda que en 1985 Israel también aceptó un canje de prisioneros y un sesenta por ciento de los liberados retornó al terrorismo.

Este debate es imposible de imaginarlo en Gaza o en Cisjordania. Toda oposición en esta región es siempre oposición armada y las diferencias se resuelven con sangre. Imaginar una movilización de palestinos en contra de la decisión de Hamas o Al Fatah es imposible. Allí no hay “indignados”, mucho menos homosexuales reclamando sus derechos o periódicos que ataquen al gobierno sin contemplaciones. Tampoco existen intelectuales que planteen objeciones de conciencia, porque los únicos intelectuales aceptados en Gaza o Cisjordania son los intelectuales del poder.

Según las informaciones disponibles en Israel, los árabes israelíes salieron a la calle a festejar la liberación de sus “compañeros”. Algunas ciudades de Israel estuvieron embanderadas de consignas a favor de los terroristas liberados. En Gaza o en Cisjordania este escenario es imposible por partida doble: porque no está permitido festejar nada que el gobierno no autorice, y porque mientras en Israel viven con plenos derechos un millón y medio de árabes, en tierra palestina los judíos no tienen lugar.

A modo de conclusión, podría decirse que una sociedad que se constituye sobre la base de esos valores difiere radicalmente de otra donde la prioridad es la vida. Yo diría que la diferencia entre Israel y Palestina reside en este punto. Es como dijera en su momento la señora Golda Meier: “Los palestinos empezarán a ser libres el día en que amen más a sus hijos que lo que nos odian a nosotros”.

El judío que supo de las intimidades nazis







Hermann Goering se consideraba el prisionero estrella de Nuremberg.


Un judío alemán que se convirtió en traductor del ejército estadounidense es el último sobreviviente de un equipo que realizó exámenes psicológicos a importantes nazis después de la guerra. Él explica que aprendieron muy poco, pero obtuvieron un conocimiento único de sus personalidades.

"Si retiras los nombres de estos nazis, y sólo te sientas y hablas con ellos, eran como tus amigos y vecinos".

Howard Triest, de 88 años de edad, pasó muchas horas con algunos de los líderes más notorios del Tercer Reich, cuando trabajó como traductor de los psiquiatras estadounidenses en Nuremberg.

Era septiembre de 1945, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa, y los más altos cargos de los nazis que seguían vivos iban a ser juzgados por crímenes de guerra.

"Había visto a esta gente en sus tiempos de gloria, cuando los nazis eran los dueños del mundo", cuenta. "Estos dirigentes habían matado a la mayoría de mi familia, pero ahora yo estaba en control".

Entre ellos estaban el jefe de Luftwaffe, la fuerza aérea alemana, Hermann Goering, el segundo de Hitler, Rudolf Hess, el propagandista nazi Julius Streicher y el ex comandante de Auschwitz Rudolf Hoess, entre otros.

"Es una sensación muy extraña, estar sentado en una celda con el hombre que sabes mató a tus padres", dice refiriéndose a Hoess.

"Lo tratamos con cortesía, mantuve mi odio bajo control cuando estaba trabajando allí. No podías dejar ver cómo te sentías realmente porque no sacarías nada de sus interrogatorios. Pero nunca le di la mano a ninguno de ellos".

Escapando de los nazis

Howard Triest era técnicamente alemán cuando se unió al ejército de EE.UU.

Howard Triest nació en una familia judía en Munich, 1923, y ya era un adolescente cuando se intensificó la persecución nazi.

Su familia partió a Luxemburgo el 31 de agosto de 1939, el día antes que Alemania invadió Polonia, con la intención de seguir su viaje a Estados Unidos. Pero la falta de dinero les impidió realizar el viaje juntos.

Así que él salió antes, en abril de 1940, sus padres y hermana menor lo seguirían un mes más tarde.

Para sus padres, ese retraso resultó fatal. Su madre Ly, que entonces tenía 43 años de edad, y Berthold, de 56 años, fueron enviados más tarde de Francia a Auschwitz, donde murieron.

Su hermana Margot fue contrabandeada hacia Suiza y de allí a Estados Unidos, donde todavía vive, como su hermano.

El intento de Howard de alistarse en el ejército de Estados Unidos fue frustrado en un principio porque no contaba con la nacionalidad de ese país, pero más tarde, en 1943, lo logró. Lo habían hecho ciudadano estadounidense.

Fue destinado a Europa. Aterrizó en Omaha Beach, uno o dos días después del Día D, y empezó a trabajar para la inteligencia militar, gracias a que hablaba alemán fluido, una destreza que se hacía más valiosa en la medida que los Aliados se adentraban en el continente hacia Berlín.

En el verano de 1945 fue dado de baja, pero inmediatamente después empezó a trabajar para el Departamento de Guerra de EE.UU. como civil, y fue enviado a Nuremberg para asistir al mayor Leon Goldensoh con sus evaluaciones psiquiátricas de los defendidos que esperaban un juicio.

Fue así como un hombre judío, que se había escapado de las garras de los nazis, llegó a pasar horas en su compañía, sentado con ellos en sus celdas, traduciendo las preguntas de los psiquiatras y sus respuestas.

El mayor Goldensohn estaba llevando a cabo diagnósticos con pruebas como las Rorschach, en un intento por entender las personalidades y motivaciones de los prisioneros.

Las memorias de Triest de esta experiencia fueron recogidas en un libro "Adentro de la prisión de Nuremberg", por la historiadora Helen Fry, que contiene bosquejos vívidos de estos personajes. Hess, el zombi

"Goering seguía siendo un hombre pedante", recuerda Triest.

"Era el actor eterno, el hombre que estaba a cargo. Se consideraba a sí mismo como el prisionero número uno, porque Hitler y Himmler ya estaban muertos. Siempre quería la silla número uno en el tribunal".

"Llegó a Nuremberg con ocho maletas, la mayoría llenas de drogas, pues era adicto, y le sorprendió que lo trataran como un prisionero y no como una personalidad famosa".

Triest también tuvo contacto con Rudolf Hess, quien había sido el diputado de Hitler hasta que se escapó a Escocia, en mayo de 1941, donde fue capturado.

Recuerda que Hess era "como un zombi".

"Hess pensaba que lo perseguían, incluso cuando estaba retenido en Inglaterra. Hizo paquetes de muestra de comida y nos daba algunos a mí y a los psiquiatras. Pedía que los analizáramos, pues pensaba que lo estaban envenenando".

"Era un prisionero callado, que respondió algunas preguntas pero no entró en detalles. Nadie sabía cuánto había de actuación y cuánto era real, cuanto realmente podía recordar".

Odio oculto

Dentro de sus obligaciones, Triest también estuvo cara a cara con Rudolf Hoess, fue de los encuentros más intensos por la muerte de sus padres en Auschwitz, cuando el campo de concentración estaba bajo el control de Hoess.

Los nazis más prominentes que quedaron vivos tras la Segunda Guerra Mundial fueron juzgados en Nuremberg.

"Tanto Goldensohn como yo estuvimos con él muchas veces. Algunas veces yo estaba a solas con él en su celda", explica Triest.

"La gente me solía decir: 'puedes vengarte, puedes llevarte un cuchillo a su celda'. Pero la venganza estaba en que yo sabía que estaba tras las rejas y que sería colgado. Así que sabía que iba a morir de todas formas. Matarlo no me hubiera hecho ningún bien".

Triest describe a Hoess como alguien "muy normal. No parecía alguien que había matado a dos o tres millones de personas".

Un incidente extraordinario ocurrió con Julius Streicher, cuyo periódico Der Stuermer alimentó mucho la histeria antisemita entre los alemanes.

"Era el más grande antisemita. Lo entrevisté con otro psiquiatra, el mayor Douglas Kelley. Streicher tenía unos papeles que no le quería dar a Kelley, o a ninguna persona, porque decía que no quería que cayeran en manos judías".

"Finalmente me los dio. Yo era alto, rubio y de ojos azules. Él dijo 'se los daré al traductor porque sé que es un verdadero ario. Lo sé por la forma en que habla".

"Streicher habló conmigo durante horas por que creía que yo era un 'verdadero ario'. Saqué mucho más de él de esa forma".

De hecho, ninguno de los nazis para los que tradujo Triest supieron que era judío.

¿Lección aprendida?

Howard Triest espera que nunca se olvide la historia del Holocausto.

Triest explica que, a pesar de los mejores esfuerzos de los psiquiatras, no se consiguió sacar mucho sobre la psicología de la mentalidad nazi.

"¿Aprendimos algo de estas pruebas psiquiátricas? No. No encontramos nada anormal, nada que indicara algo que los hizo los asesinos que fueron".

"De hecho, eran bastante normales. La maldad y la crueldad extrema pueden ir con la normalidad. Ninguno mostró remordimiento".

"Dijeron que sabían que habían campamentos, pero no tenían conocimiento de la aniquilación de gente".

"Es una lástima que no pasaron por lo mismo que sus víctimas, que Hoess no haya sufrido en un campo de concentración de la misma forma que sus prisioneros".

Triest espera que nunca se olvide la historia del Holocausto.

"Pero mira al mundo ahora. ¿Es más tranquilo? Algunas de las víctimas han cambiado, pero todavía las hay en todo el mundo".

Antes de terminar la entrevista, Triest cuenta otra anécdota sobre el prisionero número uno de Nuremberg.

"Una vez Goering dijo que si alguna bomba era lanzada en Berlín, comería arenque. Bueno, yo estaba a cargo de censurar su correo y una vez alguien le mandó arenque".

Howard se ríe suavemente. "Lo boté. Olía un poco".
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